jueves, 30 de junio de 2016

Berretta en Ereván

 Buenos días. Soy Juan Berretta. Ustedes seguramente me recordarán. Me hice famoso por la entrevista que le realicé al Papa Francisco en su casita de Santa Marta y por mis intervenciones durante sus magisterios aéreos. Hacía tiempo que podía volver a encontrarme con él y su séquito,  pero, por esas casualidades de la vida, he vuelto a acompañarlo en el avión.
Resulta que como el director del diario para el que trabajo había recibido algunos comentarios maliciosos sobre mis trabajos pontificios, me asignó a otra sección y me encomendó que fuera a cubrir el partido de la selección argentina en Estados Unidos. Y como el diario es medio berreta, me sacó el pasaje más barato que encontró: por Turkish Airline. Iba primero a Estambul y de allí, a Nueva York. Pero cuando llegué a la capital de Turquía estaba muy cansado y somnoliento y me mentí en la cola equivocada. La cosa es que un rato después de volar, avisaron que habíamos llegado a Ereván, lo que a mí me sonaba a cucurucho de helado. La verdad que no tenía idea qué era eso y tampoco podía entender los carteles, todos escritos con rayas y rulitos. Finalmente, me dijeron que estaba en Armenia y, ¡oh bendición de los dioses!, que allí estaba de visita del Papa Francisco. Inteligente y rápido como soy, comencé a buscar a mi amigo Mons. Guillermo Karcher, que seguro me hacía un lugar en el avión para regresar con ellos a Roma. Pero nadie sabía decirme dónde estaba, y muchos se hacía los distraídos, hasta que encontré a un gentiluomo que me dijo que seguro lo encontraría en un barsucho, triste y solo, tomando un Ararat, “perche adesso fa lezione ai chierichetti di Rebbibia”, me dijo. Y, efectivamente, allí estaba el pobre monseñor, acongojado porque lo habían relegado de su papel estelar en el mundillo pontificio. “Otro misericordiado”, pensé. 
Apenas me vio se puso nervioso. 
- ¡Que no lo vean, que no lo vean! Me han prohibido hablar con la prensa.
- Yo no quiero hablar con usted. Yo solamente quiero un lugarcito en el avión. 
- Se lo consigo, pero ahora váyase. Déjeme rumiar mis penas.
Y, efectivamente, cuando llegué al aeropuerto, me dejaron subir en el avión pontificio, custodiado a mi derecha por un monsignorino, y a mi izquierda por Elizabetta Piqué.
Y a poco de haber despegado, apareció el Papa Francisco, locuaz y risueño, como si recién se hubiese tomado la pastilla, o el vasito de ginebra. Mi colega Elizabetta se puso como loca de contenta y el monseñor sacó una lima y comenzó a arreglarse las uñas. El P. Lombardi dio inicio a la conferencia de prensa.
- ¿Cuáles son sus sentimientos e impresiones sobre nosotros los armenios?
- (...) Armenia ha cargado cruces, pero cruces de piedra, pero no ha perdido la ternura, el arte, la música, esos ‘cuarto de tono” tan difícil de entender, y con gran genialidad...
- ¿Está bien de salud Su Santidad? - le pregunté preocupado a Elizabetta - Me parece que está desvariando. ¿Qué tienen que ver los cuarto de tono, que también lo tiene el canto litúrgico griego y, los caldeos y los teníamos los latinos en el gregoriano hasta que al San Pío X se le ocurrió eliminarlos, con los sufrimientos del pueblo armenio?
- Cállese la boca -me dijo la periodista- que el Papa está inspirado por el Espíritu Santo.
Y seguía hablando Francisco:
- (...) Sí, tengo muchos amigos armenios. Una cosa que habitualmente… no me gusta hacer para descansar, pero iba a cenar con ellos y ustedes hacen cenas pesadas… pero era muy amigo, muy amigo, ya sea el Arzobispo Kissag Mouradian, el apostólico como de Boghossian, católico (...)
- Sí, y yo tengo dos amigos judíos y a veces como con ellos vareñikes... ¿qué tiene que ver? Este hombre no está bien - dije despacito. El monseñor que estaba a mi lado puso cara de rata cruel y siguió arreglándose las uñas. 
Le tocaba ahora a un francés, Jean Luis de la Vassiere, que dijo:
- Santo Padre, quisiera agradecerle por mi parte y del semanario La Croix. Vamos camino a Roma y queríamos agradecerle por este soplo de primavera que sopla sobre la Iglesia (...)
- ¿Estái mamao? - grité yo apenas escuché esa barbaridad -si hace más frío que en Siberia.
El francés, muy afrancesadamente, me miró con odio y le tocó el turno de mi amiga la Piqué:
- Felicitaciones por el viaje ante todo. Sabemos que usted es el Papa y está también el Papa Benedicto, el Papa Emérito. Pero últimamente hicieron un poco de ruido unas declaraciones del Prefecto de la Casa Pontificia, Mons. Georg Ganswein, que sugirió que había un ministerio petrino compartido con un Papa activo y otro contemplativo. ¿Hay dos Papas?
- Benedicto, está en el monasterio rezando: yo he ido a encontrarlo muchas veces o al teléfono. El otro día me ha escrito una carta con aquella firma suya, dándome algunas felicitaciones por este viaje, y una vez, no una vez sino varias veces, he dicho que es una gracia tener en casa al abuelo sabio. También se lo he dicho en su cara y él se ríe, pero él es para mí el Papa Emérito, es el abuelo sabio, es el hombre que me custodia la espalda con su oración.
- Es decir, es el viejito gagá al que entretenemos con algún chiste de vez en cuando. ¿Es eso lo que está diciendo? - pregunté a Elizabetta, pero no me escuchó, embobada como estaba.
- (...) Luego he escuchado, pero no sé si sea cierto, esto. Lo subrayo, he escuchado, tal vez sean dichos, pero van bien con su carácter, que algunos han ido allá a lamentarse por este nuevo Papa, y los ha echado, con su mejor estilo bávaro, educado, pero los ha echado. Si no es cierto está bien dicho porque este hombre es así, es un hombre de palabra, un hombre recto, recto, recto.
- Hummm, dije yo. Este es un mensaje que le está pasando al pobre Benedicto: ‘O te portás bien, y no abrís la boca contra mí, o terminás como Celestino, con un clavo en la frente”.

- También estaré yo - seguía diciendo Francisco - y diré algunas cosas a este gran hombre de oración, de coraje, que es el Papa Emérito y no el segundo Papa. Él es fiel a su palabra y es un hombre de Dios, muy inteligente y para mí es el abuelo sabio en casa.
- Betina -le dije la Piqué poniendo cara de inteligente - es un mensaje que está pasado. Si Ratzinger apenas tiene diez años más que él. Si de abuelazgo se trata, ambos están en el mismo estado, aunque uno es sabio y el otro insensato. Y le dice clarito a Ganswein que el único Papa es él, y que el otro es un viejo choto.
- No me hable - me dijo seca la Betina. Y yo seguí escuchando al colega americano:
- ¿Está preocupado de que el Brexit pueda llevar a la desintegración de Europa, eventualmente a la guerra?
Yo me puse contento. Aquí el papa Francisco iba a defender a los pescadores, artesanos y agricultores ingleses que votaron por el Brexit contra sus odiadas multinacionales y finanzas globales. Pero quedé decepcionado. Comenzó diciendo:
- La guerra ya existe en Europa, además existe un aire de división, no sólo en Europa, pero en los mismo países, recuerda usted Cataluña, el año pasado Escocia.
- Lombardi, ¡auméntele la dosis! -grité. ¿Alguien me explica qué es eso de que ya hay guerra en Europa? Este hombre no está bien. La otra vez dijo que ya había estallado la Tercera Guerra Mundial. Pero me tuve que quedar callado. Tres guardias suizos se me acercaron amenazantes.
- Estas divisiones, no digo que sean peligrosas, pero debemos estudiarlas bien, siguió el Papa.
- Pero ¿cómo? ¿no era que había guerra? Y ahora dice que no son peligrosas... Esto es una incoherencia total -dije despacito al monseñor que se había empezado a cortar las cutículas. 
Y seguía Su Santidad:
- Esta es una emancipación más comprensible porque detrás hay una cultura, un modo de pensar, en vez que la secesión de un país, aún no hablo de la Brexit, pensamos en Escocia, en todos estos, es una cosa que ha dado nombre y esto lo digo sin ofender, usando la palabra que usan los políticos, la balcanización, sin hablar de Los Balcanes.
- ¿Está diciendo que detrás de los escoceses no hay una cultura, un modo de pensar, un idioma y una historia? ¿Pero es que este hombre sabe algo de Escocia para decir ese disparate? Seguramente ignora que los únicos que dieron albergue a los pretendientes jacobitas fueron los papas y que el último pretendiente murió cardenal.
- ¿Los qué? - me preguntó el monseñor mientras se mirada las uñas.
Era el turno del periodista alemán:
- Hoy habló de los dones que comparten las Iglesias.  En vista que usted irá dentro de 4 meses a Lund para conmemorar el 500 aniversario de la Reforma, pienso que tal vez este sea el momento justo no sólo para recordar las heridas de ambas partes, pero también de reconocer los dones de la reforma, tal vez sea una pregunta herética, la de anular o retirar la excomunión de Martín Lutero o de cualquier rehabilitación. Gracias.
Y respondió el Papa:
- (...) Él (Lutero) era inteligente, ha hecho un paso adelante justificando el porqué lo hacía, y hoy luteranos y católicos, protestantes, todos, estamos de acuerdo con la doctrina de la justificación, en este punto tan importante él no se ha equivocado.
Yo me agarré la cabeza con una mano y saqué un libro con la otra. 
- Pero eso es mentira, dije despacito mientras buscaba una cita. Santidad, dije en voz alta- ni siquiera la declaración conjunta sobre la justificación de la Comisión Teológica dice esto, se limita a señalar puntos comunes, como dice expresamente. Y leí: "Cabe señalar que no engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina”. Por tanto, Santo Padre, si usted dice que está de acuerdo con la doctrina de la justificación de Lutero, usted es el único católico que puede sustentar que el hombre justificado es a la vez justo y pecador; o que “El libre albedrío después del pecado es cosa de título solamente. Y en tanto en cuanto uno obra lo que está en él, uno peca mortalmente” o que el perdón obtenido en la confesión no anula la falta sino que la soslaya; o que la fe sin caridad justifica. Usted está hablando como luterano:¡es un Papa hereje! -grieté con desesperación.
El P. Lombardi hizo un gesto a los guardias que sujetaron por los hombres y estaban a punto de meterme una trompada cuando se acercó un fotógrafo cámara en mano. Eso los detuvo. Yo me tranquilicé y seguí escuchando al Papa:
- En ese tiempo (el de la Reforma) la Iglesia no era un modelo de imitar, había corrupción en la Iglesia, había mundanidad, el apego al dinero, al poder, y por esto él (Lutero) protestó.
- Pero eso es lo que dice un chico que leyó un manual de historia del secundario -dije despacito. El mismo Lutero dijo: “Yo no condeno las costumbres impías de Roma, condeno las doctrinas impías”, o “Maldeciré y reprenderé a los canallas hasta que me vaya a la tumba, y nunca oirán de mí una palabra civilizada. Tocaré a muerto en sus tumbas con rayos y truenos, porque no soy capaz de rezar al mismo tiempo que maldigo. Si digo “bendito sea Tu nombre, debo añadir: “malditos, condenados, maldito sea el nombre de los papistas. Si digo “Venga a nosotros tu Reino” a la fuerza he de añadir “que el papado sea maldito, condenado y destruido”. En verdad rezo con mi boca y mi corazón todos los días sin interrupción “(Lutero, Sammtl. W., XXV, 108)”. 
- Ni se le ocurra decir eso en voz alta -me dijo el monseñor amenzándome con la lima de uñas. 
Y empezó a preguntar mi colega francesa:
- Hace unas semanas habló de una comisión para reflexionar sobre el tema de si las mujeres podían ser diaconisas algún día. ¿Quería saber si ya existe esa comisión y cuáles son las preguntas que tendrían que estudiar y que todavía están por resolver? 
- (...) He hablado con el Prefecto de la Doctrina de la Fe y me ha dicho “mire que hay un estudio que ha hecho la Comisión teológica internacional en los años ochenta”. Luego he hablado con la presidenta y le he dicho si por favor me puede hacer llegar una lista de gente que ella crea que yo pueda tener para formar esta comisión, y me envió la lista, también el Prefecto me ha enviado la lista y ahora los tengo sobre mi escritorio para hacer esta comisión, pero yo creo que se ha estudiado tanto sobre el tema en la época de los ochenta que no será difícil tener una luz sobre este argumento.
- No entiendo, Elizabetta, no entiendo. Si ya está hecho el estudio hace pocas décadas, ¿para qué hacer otra estudio nuevamente?
- Para escuchar la voz de las mujeres - me dijo secamente. 
- Pero los hechos históricos son los que son, más allá que los estudien hombre, mujeres o marcianos. La Comisión concluyó que las diaconisas de los primeros tiempos del cristianismo era ayudantes del obispo en tareas caritativas pero no recibían el sacramento del orden. Para mi que lo está diciendo para quedar bien con los periodistas.
- Ay, pero qué malo es usted -me dijo el monsignorino mientras se miraba las uñas recién acicaladas.
Le tocaba el turno a una colega americana:
- Santidad, en los últimos días el Cardenal alemán Marx hablando en una conferencia en Dublín, sobre la Iglesia en el mundo moderno, ha dicho que la Iglesia Católica debe pedir perdón a la comunidad gay por haberlos marginado. Días después sucedió lo de Orlando. Muchos dicen que la comunidad cristiana tiene algo que hacer con este odio a estas personas. ¿Qué cosa piensa?
- Esa pregunta no vale -dije yo en voz alta- si el que mató a los gays en Orlando era musulmán. ¿Qué culpa tenemos nosotros?
Esta vez fue el monisgnorino quien pidió a los guardias suizos que me sacaran, pero los tipos se quedaron quietitos. Parece que me argumento era convincente.
- Se puede condenar pero no por motivos teológicos sino por motivos digamos de comportamientos políticos o por ciertas manifestaciones demasiado ofensivas para los otros, pero estas son cosas que no entran en el problema. Además hay algunas tradiciones en algunos países, en algunas culturas, que tienen una mentalidad distinta en este problema.
- Pero, pero, eso no puede ser -empecé a gritar- la homosexualidad es un pecado que clama al cielo y debe ser condenado justamente por motivos teológicos y no culturales. ¡P. Lombardi, dígale que está equivocado. Que está diciendo justamente lo contrario de la doctrina católica!
El monsignorino estaba enfurecido. Sacó la lima e intentó clavármela en el pecho. Menos mal que se interpuso el escapulario verde que siempre llevó encima. 
Y siguió hablando su Santidad: 
- Creo que la Iglesia no solo debe pedir perdón como ha dicho ese cardenal marxista, no solo debe pedir perdón a las personas gays que ha ofendido, sino que debe pedir perdón también a los pobres, a las mujeres explotadas, a los niños explotados en el trabajo, debe pedir perdón por haber bendecido muchas armas. La Iglesia debe pedir perdón por no haberse comportado muchas veces. Los cristianos, la Iglesia es santa, los pecadores somos nosotros- Los cristianos debemos pedir perdón por no haber acompañado tantas opciones…
- Y ya que estamos, pedí perdón también porque la luna no es de queso y porque el agua de mar es salada... ¡Este hombre está completamente loco!

Fueron mis últimas palabras. Los suizos me encerraron en unos de los carritos donde las azafatas llevan la comida. Y me quedé allí hasta que aterrizamos. 

lunes, 27 de junio de 2016

No traicionarás

El magisterio de la verdad fue siempre realista: en el amor, además del gozo y el deber de la lealtad, viene incluida la posibilidad de la traición. Por eso la Iglesia repite: “esto sí, aquello no”, con plena e inalterada conciencia de las consecuencias de la Caída, las tentaciones y las emboscadas de los demonios. Si es deseada, pedida, convenientemente obtenida y conservada, la gracia de Dios puede curar hasta la peor enfermedad del alma, con la condición de no disimular en nada la crudeza de la enfermedad, pues sería como sumar una enfermedad a otra, haciendo que el daño recrudezca y la debilidad aumente.
Descuidar la exactitud y hondura de las palabras por medio de caretas o sustitutos provoca graves daños, tanto en lo que respecta a los demás como en lo referido a uno mismo. El denominador común para toda enfermedad moral se expresó siempre entre los cristianos con el nombre de pecado, que es la rebeldía contra el orden dispuesto por Dios para nuestro bien.  No un dios de panteón, indiferente, que despachó al hombre a encontrar todas las respuestas en la naturaleza y en sus propios impulsos, diciéndole “ve por ahí y elige algún bicho que te guste, una mariposa, un cangrejo, y haz como ellos”, sino que empleó recursos puntuales, como la siembra o la higuera, para simbolizar la necesaria disposición espiritual del hombre respecto del Reino al que lo invitaba y el comportamiento exigido para entrar en él: lo que esencialmente está bien (la elevación, el crecimiento) y lo que esencialmente está mal (la aridez, el descendimiento), estableciendo así un impresciptible dictum común desde donde poder considerar luego la multitud de vidas y circunstancias. Y con pocas cosas fue tan terminante como con el matrimonio.
Recién en tiempos como éstos el pecado se convirtió en un “problema”, casi un problemita, una “irregularidad”, la pícara transgresión de una norma, hasta llegar a convertirse en una mera palabra que ya casi no se menciona porque no es correcta e incluso avergüenza, y que en el mejor de los casos sólo sirve para indicar algo que ideológicamente pertenece al bando contrario. Se corresponde con una época de pensamiento exánime, ídolos de barro y ternezas demagógicas. Más todavía, pues en la Escritura hay enojos y castigos durísimos, pero en ningún caso se ven acompañados de chismorreos o asombros pacatos: “¡Oh, cómo has hecho eso!”. La acusación es escueta y el auxilio vigoroso. Dios nos conoce, pero debemos reconocernos. El mayor escándalo es el fruto maldito de la hipocresía, que merece la advertencia más terrible.
Podríamos empezar por preguntarnos: si la consecuencia natural de la relación entre un varón y una mujer es para toda la vida, dado que un hijo lo es para siempre, ¿por qué no va a serlo también su causa natural, que es la unión entre ese hombre y esa mujer? Lamentablemente, esto nos conduciría a un intrincado cotejo de situaciones particulares y, a poco andar, a un inventario de situaciones excepcionales que pujarán por adquirir, en boca de los casuistas, una envergadura que no les corresponde. Además, las situaciones normales de la vida no dan ganancia ni tienen punch, y sabemos bien que artistas, pensadores y comunicadores modernos hace rato que se han subido al tren del posicionamiento y el lucro, y desde allí, bien abutacados, proceden al ablandamiento del rebaño mientras defienden propósitos e intereses que no pueden siquiera barruntar. Lo que no sabíamos con certeza, hasta ahora, era la existencia de tantos vagones cargados de teólogos católicos.
De sacrificio a ágape, de sexo a género, de matrimonio a pareja, de pecado a problema, una línea de caída vertical puede contemplar etapas en su descenso pero no modificaciones en su itinerario ni cambios en su destino. Lo primero que se debe considerar es el ingreso de términos sin rango espiritual, portadores de nociones vagas, en el vocabulario de las esencias. Y luego el emplazamiento victorioso de ese alfabeto insustancial en la religión, hasta adulterar la fe de los sencillos... y de los complicados. No es tan simple afirmar algo sobre el destino último de quienes, aun llevando una vida esencialmente honesta, han sido conducidos por mercachifles del oficio sagrado a dudar de la existencia del infierno. Más seguro sería considerar el domicilio final de quienes los han conducido.
La encrucijada es la palabra.
Bruckberger, en su “Historia de Jesucristo”, dedica un bello examen a la Transfiguración, y dice allí que Dios Padre, en el Tabor, con la presencia de Moisés y Elías, cerró el ciclo de las profecías veterotestamentarias, es decir, el ciclo de su propia voz en la historia, que a Cristo señalaba. Después de cubrir con una nube a los apóstoles boquiabiertos, les anunció que la Palabra quedaba desde entonces enteramente depositada en su Hijo, el Elegido, el mismo rabbí que ahora refulgía en un anticipo de su futura gloria. Por eso el último parlamento del Padre fue tan breve y conminatorio: “Escuchadle a Él”.
San Juan de la Cruz lo explicó de manera inigualable (Bruck lo menciona y Straubinger lo cita): “Como si dijera: Yo no tengo más verdades que revelar, ni más cosas que manifestar. Que si antes hablaba, era prometiendo a Cristo; mas ahora el que me preguntase y quisiese que yo algo le revelase, sería en alguna manera pedirme otra vez a Cristo, y pedirme más verdades, que ya están dadas en Él”.
Desde que habitó entre nosotros, la Palabra es del Hijo porque Él mismo es la Palabra. Todo quedó dicho por Él y en Él: de eso dieron testimonio los apóstoles, que nos legaron un testamento sellado. Ya no puede haber una mejor novedad; ni siquiera puede haber una novedad. Ciertamente, al ser Palabra divina, sólo en la Parusía se manifestará plenamente, pero desde aquel entonces y hasta el presente fue extendiéndose, o mejor dicho “levando”, mostrando de a poco su volumen y estatura.
Mártires y Padres, Doctores y Maestros, la fueron esparciendo, irradiando. Al hacerlo, les resultó ineludible enfrentar errores y mentiras. Predicaron la Palabra divina y combatieron cada novedad fabricada con la palabra humana. Todo comienza por palabras que tarde o temprano desnudan intenciones. Las ocurrencias de aquellos hombres que pretenden desdecir, corregir o reemplazar la Palabra del Señor de la Historia, fueron y serán siempre inspiración del Enemigo. Sólo con Cristo se puede resistir esa oposición sutil y poderosa.
En su capítulo 5, después del Sermón de la Montaña, Mateo incluye esos pasajes terribles (17-48) en los que el Señor se refiere a la Ley antigua, que Él perfecciona pero a la vez preserva: no vino a abolirla sino a darle cumplimiento, y de ella ni una tilde pasará. La Palabra no está contra la Ley, que procede del Padre, sino contra los escribas y fariseos que se disfrazan de padres. Pues bien, entre esos renglones implacables figuran las admoniciones a los esposos: no sólo no cometerás adulterio, sino que tampoco serás adúltero en el corazón, ni causa de adulterio.
Proceden de Cristo, y sobre su Palabra no se puede introducir novedad ni inculcar doctrina opuesta. Lo que sí se puede, y se debe, es iluminar con ella la inteligencia y el corazón, y conducir o corregir a partir de ella, de su Palabra, la realidad, con la guía del magisterio de siempre. El único remedio eficaz para cada situación particular compleja, para cada sufrimiento o descarrío, es el que permanece vinculado a la Palabra de Dios y a la vida sacramental. Los hombres, puestos a resolver en estos casos, deben ser dóciles a ella y pedirle a su autor la gracia para aplicar una justicia superior a la de los escribas y fariseos, o no entrarán ni dejarán entrar a otros en el Reino de los Cielos.
El adulterio es una traición, y la traición siempre se cultiva en secreto. Es en esta oquedad donde puede intervenir la gracia para sanar interiormente. El remedio también opera en lo secreto. Es frecuente pendular de lado a lado, “buscarle la vuelta”, y al fin deslizarse. Dejarse llevar, de una parte, por la ira y el resentimiento, que sólo producen pensamientos lóbregos; y de la otra, por la ponzoña que procede de los maliciosos, los analistas, los “socios en la desgracia” y los entrometidos, que acarrean su lástima postiza, sus recetas de cubil, su solidaridad mezquina, su compasión trivial. Facilitan el hallazgo de ese límite de aflicción en donde se hace posible afirmar “ya no puedo más”. Y aun cuando es indudable que algunas situaciones no dan para más, o peor, que nunca debieron haber comenzado, vemos cómo se siguen multiplicando aquellas que, merced a tanto altruismo, ejemplaridad y comunicación, rápidamente alcanzan niveles de desprecio, vejación y crueldad. Con todo, es un grave problema creer que el mensaje cristiano sitúa en el mal el quicio moral de la creatura, en la superación histórica del dolor el cumplimiento de la obra redentora y en la automática exculpación de los pecados la salud del evangelio.
El pecado es algo grande e importante. No es un “inconveniente”, un bacilo, un germen africano. Es algo formidable. Algo que se mide con reinos terrestres y paraísos celestes. El Señor le dedicó un habitáculo inviolable y una reparación sagrada dentro de su Templo, para que el mundo se postre y enmiende y la vida futura se ate y desate.  Ponerle un rostro a cada “conflicto”, como ahora se pide con jerga anodina, más propia de la mercadotecnia, lleva a lo contrario: a ponerle un pecado a cada rostro, como en un cónclave de comadres, hasta que se conviertan en registros porcentualizados y absorbidos. Esa mueca compasiva fomenta la habitualidad y ayuda a eludir la debida reparación, que no se negocia en convenciones.
 El Señor es un Dios Niño, lo fue, pero no un dios aniñado. No es un dios manipulable, ni es un dios manipulador. Nuestras farsas y debilidades no lo sorprenden, y a nosotros no deberían sorprendernos sus duras exigencias de Dios verdadero. “No cometerás, no inducirás”... En el principio no era el mundo y la verdad no está en el piso: sólo existen caminos de descenso o ascenso. No hay secretos de por medio, ni novedades en pausa, ni otro Cristo para anunciar. La torpeza de experimentar recursos livianos tiene un resultado temible: dejar caer las tildes por el camino, abandonar la Ley, extraviarse de la Palabra, perder el Cielo, y ocultarlo a los demás.
Siempre hay un propósito que se puede recuperar y ubicar de nuevo adelante para superar, juntos o en soledad, preferiblemente juntos, la desdicha conyugal. Por ejemplo, los hijos. El regocijo de ser más fuertes que el enojo y la amargura. Un legado de integridad y de entereza. El honor de seguir corriendo la buena carrera. Cada cual sabe lo suyo. Y si no lo sabe, o lo olvidó, no hay mejor consejero que san Pablo. No existe vida sin encrucijadas dolorosas, y de ellas sólo se sale por el camino difícil y angosto. Ese precio, al costo que sea, es el que cuenta, ya puesto sobre la Mesa el premio incalculable.
No es imposible recobrar el ánimo. Se empieza por hacer oídos sordos a las voces que, fingiendo acompañar, desvían. Hay que desechar ese murmullo hostil, esa solidaridad inicua, venga de donde viniere: contra lo que aparenta, emana de la frialdad del corazón. El que alimenta nuestra autocompasión es un enemigo, lo quiera o no. Ni la congoja sentimental ni la miseria material son el centro del Evangelio. Nuestro Señor no estableció un consultorio ni fundó un partido; fue incluso muy terminante con estas cuestiones. Él decidió algo distinto: marchó a derrotar a la muerte y, con ella, a la tristeza. En medio de la nube oscura, a solas con Cristo, no hay más voces ni primicias. ¡Escuchadle a Él!... Su Palabra contiene la misericordia que de verdad conforta y la promesa que de verdad se cumple.
Aun cuando quedan por considerar muchas otras instancias dramáticas de esta hora (como, por ejemplo, en qué condiciones llegan hoy un hombre y una mujer a ser esposos, si es que llegan, y qué los rodea), el tema sigue gravitando en torno a la misma y única Palabra. No hay panes especiales para entregar según las circunstancias. No hay un suplemento dietético de la verdad. No se nos ofrece una salida fácil porque no nos espera una justicia inútil, ni una paz efímera, ni una alegría leve. Cristo no repartió mendrugos: su alimento sobró. Y en la hora oscura no dijo: “esto ya es mucho, hasta aquí llegué”. Con el cielo cubierto de terribles ángeles invictos a su mando, eligió dar su Vida por nosotros, para levantarnos a nosotros, para llevarnos adonde no podíamos llegar de ninguna manera.
La Palabra ya se pronunció: un hombre y una mujer unidos son una sola carne; no separemos lo que Dios ha unido; no cometamos traición, ni en lo secreto del corazón, y tampoco seamos causa de traición. Es duro y difícil, pero no se nos ocultó nada. En ocasión de pecado busquemos el remedio que restaura, no el convenio que acredita.
Por los entristecidos, los extraviados, los que se ven sometidos a confusión y oscuridad, pidamos a María, la vestida de sol.

Alex

miércoles, 22 de junio de 2016

Matrimonios y algo más

Empecemos por manifestar el lugar común: vivimos tiempos difíciles. Si bien la Iglesia visible–en su bimilenaria existencia– ha atravesado todo tipo de trances y aprietes, cada vez me encuentro más obligado a reconocer que estos días son sus peores. Si desde hace unos años el modernismo –“suma de todas las herejías” al decir de SS. San Pío X– golpea desde el interior sus cimientos, hoy podemos afirmar, sin temor a estar exagerando, que el mismo se encuentra en su apogeo.
Son varios los signos que dan cuenta de ello pero hace unos días ocurrió uno que tuvo un impacto especial en mi alma. Y sí, tiene que ver con el actual Pontífice (Dios lo tenga pronto en su gloria). Como es de público conocimiento, en otro episodio de sus incontenciones sermoniales en Casa Santa Marta (Pobrecita. Está bien que el Señor la retó, pero no merecía que la recordásemos sólo por la calidad de quien se aloja en el hospedaje dedicado a su memoria), nuestro Pontifex peronistorum habló del sacramento del matrimonio: poco de su naturaleza, mucho de casuística como no podría ser de otra manera. En concreto, hay dos afirmaciones suyas que tuvieron eco inmediato y tristemente sonoro.
1° Que la gran parte de los matrimonios cristianos son nulos (Sí, dijo “la gran parte”. No “algunos” como quisieron disfrazarlo posteriormente)
2° Que en algunas parejas de convivientes (aka “concubinos”) existe auténticamente la gracia matrimonial.
Creo que sobre lo primero no hay mucho que discutir, al menos en principio. Quien sea que haya tomado un mínimo contacto con alguna parroquia donde se celebren varios casamientos por fin de semana podrá, con la simple empeiría, descifrar que la gran mayoría no tiene ni la menor idea de lo que está haciendo. Ergo el matrimonio es nulo (¡Si sólo esa lógica aplicase también a los cónclaves, como pedía alguien en Twitter!)
Ahora bien, lo segundo es lisa y llanamente una herejía y, dependiendo de las intenciones de quien formuló la triste frase, un pecado contra el Espíritu Santo. Porque decir que la vida íntima de Dios, la Trinidad misma (que no otra cosa es la gracia), habita en aquellos que están objetivamente en pecado mortal, es ir en contra de las Sagradas Escrituras, de la Tradición y de siglos de Magisterio solemnemente definido. No viene al caso citar aquí la enorme cantidad de fuentes que podrían traerse a colación. Quien lee estas líneas seguramente las conoce a la perfección, y quien necesita que se las citen para poder determinar si lo que dijo el Papa es o no una herejía, mejor deje de leer en este punto e indague a qué religión cree pertenecer.
No es la primera vez que Francisco desbarranca: lo sé. Tal vez tampoco sea la última: lo temo. Pero esta vez me impactó de otro modo. El matrimonio es un misterio muy grande que yo recién estoy empezando a descubrir a tientas, gateando y balbuceando. Como expresa maravillosamente la liturgia, es la única institución que no fue abolida por la culpa del pecado original; y es, a su vez, signo de la unión de Cristo con su Iglesia y del alma con su Señor. Decir que la gracia matrimonial está en los concubinos simplemente porque son fieles durante cierto periodo de tiempo (habría que ver toda la película, esto es, el desenlace de la vida, para saber si hay fidelidad real o no, como decía Aristóteles acerca del virtuoso), es simplemente ignorar lo que es la gracia, o directamente mentir sobre su naturaleza. Es renunciar al amor cristiano, que es agape pero también eros sobrenaturalizado, para abdicar en favor del más tilingo amor hollywoodense, donde el true love es pura sensiblería barata o simple voluntarismo irracional que estropea no importa cuántos compromisos solemnes, juramentos consentidos e instituciones milenarias con tal de ser honestos consigo mismos.
Esta renuncia es un claro signo modernista. Porque la iglesia modernista se caracteriza por perder (o negar) el enfoque de su misión originaria ya que renuncia, más o menos explícitamente, a predicar y propiciar el Reino de Dios “que no es de este mundo” en los corazones de los hombres. Prefiere, antes bien, predicar el reino de los hombres, endulzado –eso sí– con alguna pizca de mensaje espiritual o de referencia al Altísimo (“No tomarás su Santo Nombre en vano”) Así, el modernista olvida (o niega) que la Iglesia debe ser un “contramundo en el mundo”, en palabras de Nicolás Gómez Dávila; y que la felicidad y libertad auténticas están en el conocimiento y en el amor de Dios y en la guarda de sus mandamientos, pedidos centrales que rezamos en la Oración Dominical (Cfr. San Cipriano, La oración del Señor, §§12-14). La Iglesia debe ser “sal de la tierra” sin ser ella misma “tierra” (es decir, carnal); estar en la tierra para transformar lo carnal en espiritual, para que los que aún son limo de la tierra “empiecen a ser celestiales, nacidos del agua y del espíritu” (San Cipirano, op. cit., §17).
Pero el modernista no cree en esto. Y Francisco, al decir lo que dijo, manifiesta que no cree en esto. Porque si es cierto que la gran parte de los matrimonios cristianos son nulos, lo que urge es reforzar la casi inexistente catequesis prematrimonial… o dejar de celebrar casamientos. No pretender que la gracia matrimonial es una construcción humana que depende de las ganas (hoy los jóvenes usan otra palabra referida a las partes pudendas) que le pongamos a querernos.
Así, aunque podría argumentarse que Dios Todopoderoso no se ata a los medios que Él mismo ha instaurado, y que –si es su Voluntad– puede salvar a alguien por fuera del orden común de los Sacramentos, no es menos verdadero que la Iglesia posee como misión principalísima propiciar la salvación de los hombres a través de ellos en tanto signos eficaces de la Gracia. Y no creer en la eficiencia de los Sacramentos, relativizar su importancia y banalizar su celebración son, a mi modo de ver, un pecado contra su Autor.
En otras palabras, como indica John Henry Newman, “hay una Iglesia visible, con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible” (Apología pro vita sua). Según Fernando Cavaller, esta verdad tan profunda o, mejor dicho, la meditación detenida de la misma fue la que llevó al célebre inglés y a otros a los umbrales de la Iglesia de Roma. Y es esa misma verdad la que hoy es negada precisamente en Roma, justamente por boca de su Obispo. 
“Ironías del destino” pensará el pagano; “misteriosos designios de la Providencia” sabe el cristiano. Sólo queda para nosotros rogar con el salmista: “…es hora de que actúes, Señor: han quebrantado tu voluntad”.
El Profesor de Worms

lunes, 20 de junio de 2016

Charlas de café de Orugario y Escrutopo

El pasado 13 de mayo el cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, pronunció en la capilla de la Universidad Católica de Valencia una homilía que le está causando ciertos problemas. La homilía, cuyo tema central era el valor de la familia, no hubiera merecido en realidad comentario alguno. Si acaso, hubiera podido llamarse la atención sobre los patéticos y desesperados intentos que en ella se hacen de afirmar la continuidad de la «enseñanza» contenida en amoris letitiae, y en general la continuidad del pensamiento de Francisco, con la doctrina tradicional de la Iglesia:
«Por ello, atendiendo a las necesidades más urgentes y apremiantes del momento actual, el Papa Francisco con su Exhortación Apostólica Amoris laetitia nos confirma en la urgencia de apostar y trabajar en favor del matrimonio y de la familia...»
«La Exhortación Apostólica del Papa Francisco, en total continuidad con las enseñanzas de los anteriores Papas, por ello, es una puerta abierta a la esperanza».
Etc... (En fin: Triste papel el de los pastores de nuestro tiempo...)
Pero no. En la España de comienzos del siglo XXI ―es decir, en una nación especialmente acomplejada y avergonzada de sí misma y de su historia, y, por tanto, presta a dejarse enloquecer por cualquier moda cultural proveniente de «los países avanzados»―, había que destilar para la industria del escándalo, de entre toda aquella sarta de lugares comunes que fue la homilía, la que posiblemente era la única frase gallarda:
«Ahí tenemos legislaciones contrarias a la familia, la acción de fuerzas políticas y sociales, a la que se suman movimientos y acciones del imperio gay, de ideologías como el feminismo radical o la más insidiosa de todas, la ideología de género».
¡Pardiez! ¡Qué frase más rara en labios de un obispo hispano de esta época! Y, sobre todo, ¡qué gran ocasión para volver a montar el enésimo numerito esperpéntico de afirmación de fe en la tolerancia, y en los derechos de las oprimidas minorías sexuales, frente a la intolerancia patriarcal de la Iglesia Católica! ¡Gracias, Cañizares!
Ocasión aprovechada, por supuesto. De manera que los acontecimientos hasta ahora han ido siguiendo su curso ritual: Propuesta de reprobación en las Cortes Valencianas, apertura de diligencias de la fiscalía contra el cardenal por un presunto delito de yo qué se qué. Y en fin, todo el aparato pirotécnico al que nos vamos acostumbrando de un par de gobiernos a esta parte.
Sin embargo, ante tales muestras de hostilidad, no han faltado buenos amigos católicos ―buenos amigos, y buenos católicos― que me han escrito expresándome su indignación, y sugiriendo que iniciáramos tales o cuales acciones de solidaridad con el cardenal Cañizares. Aunque sólo fuera por la amenaza contra la libertad de expresión que supone una anécdota así.
Y tienen razón en que lo que ocurre supone una amenaza general, y en que puede que no falte ya tanto para que en España acabe en la cárcel cualquiera que se atreva a sostener la doctrina católica de siempre sobre la sexualidad y la familia. O simplemente cualquiera que se atreva a sostener una tesis que choque contra la corriente de opinión dominante en el momento. Pero, a pesar de todo, no he podido ocultar un cierto escepticismo, que me ha llevado a sugerirles que, antes de iniciar nada, esperen a ver cómo reaccionan los obispos españoles, es decir, cómo defienden al cardenal Cañizares sus hermanos.
Y bueno, alguno reaccionará, claro. Supongo. Quiero suponer. Pero el silencio de la gran mayoría está siendo hasta ahora la ejemplar y más elocuente de las lecciones. ¿A qué podría deberse? Tal vez a lo que explicaba el pasado sábado el arzobispo de Barcelona, Omella, contestando a una pregunta que le dirigieron en la asamblea general de e-cristians. La cita que sigue no es literal, sino que responde a la memoria de uno de los asistentes a aquel acto, que tiene buena memoria, por lo demás, y que me la ha relatado (por escrito) en estos términos:
«A menudo me preguntan sobre la comunión en la Conferencia Episcopal y yo siempre respondo que, aunque somos hombres y cada uno tiene sus gustos y manías, somos hermanos en el episcopado y, por supuesto, hay comunión entre todos nosotros. Yo estoy en comunión con los otros obispos. ¿Con Cañizares también? También. Eso no quiere decir que yo esté de acuerdo con todo lo que dice. A veces a uno se le calienta la boca y dice cosas que no debería haber dicho. Ojo, que a mí también me pasa. Miren, a mí no me gustan los extremismos [usó esta palabra], yo prefiero tomarme un tiempo para hablar, pensar bien las cosas, con sosiego. Eso no quiere decir que siempre acierte, me puedo equivocar, ¿eh?»
Me cuentan que el arzobispo de Barcelona viaja cada dos semanas a Roma, y pasa allí un par de días departiendo con Francisco sobre los más diversos asuntos eclesiales. De manera que, en fin, ya ven. En otros tiempos, Orugario y Escrutopo departían epistolarmente sobre los más diversos asuntos también, en el pulcro estilo de la cordialidad burocrática. Pero los avances de la civilización han acortado grandemente las distancias. De manera que ahora ya pueden reunirse en torno a un café, o un mate, para pensar bien las cosas con sosiego, calcular, evitar extremismos, y dejar a los pies de los caballos a cualquiera que realice en la Iglesia el más mínimo intento de oposición a la ideología de género.
Como para animarse uno a dar la cara por gente de este gremio...
Francisco José Soler Gil

viernes, 17 de junio de 2016

Orthodoxia y Orthopraxis

Acaba de publicarse en italiano un libro que, más allá de su contenido, tiene un mensaje claro. Se titula Hipótesis teológica de un papa hereje. Fue escrito hace varias décadas por Arnaldo Xavier da Silveira y, en esta ocasión, viene con una introducción de Roberto de Mattei en la que explica que el libro está dirigido sobre todo a obispos y sacerdotes que son la primera línea a la que los fieles recurren cuando se enfrentan a los diarios desvaríos pontificios. 
Habrá que leer el libro, pero lo que aquí me interesa señalar es lo siguiente. A veces aparecen comentarios de amigos o de lectores del blog en los cuales se nos acusa que perdemos el tiempo discutiendo nimiedades teológicas o litúrgicas, o criticándole al papa Francisco sus inconsistencias doctrinales cuando, en realidad, hay cosas mucho más importantes de las que ocuparse. ¿Qué importa que la misa esté bien celebrada o no? ¿Qué importa si una afirmación puede ser interpretada en sentido herético? ¡Qué modo más absurdo de perder el tiempo, propio de las clases privilegiadas que no tienen nada de qué preocuparse!
Pero justamente, el deber de esas “clases privilegiadas”, -sea lo que fuere lo quieren significar con esa expresión-, es pensar la realidad y tratar, según Dios les de la gracia y capacidad, de iluminar a los demás. Y si así no lo hicieran, deberán responder por esa negligencia en el día del juicio. Y, en este caso concreto, yo quiero señalar una cuestión que es fundamental y que no siempre tenemos en cuenta: orthodoxia y orthopraxis, es decir, la dependencia que existe entre la profesión de la recta doctrina con la práctica de la piedad. Dicho de otro modo, nadie puede ser piadoso si no profesa la verdadera fe en su integridad. Que el papa y los obispos nos propongan una liturgia completamente desgajada del misterio y del culto católico, o que relativicen, omitan o nieguen algún elemento integrante de la verdadera fe, no es solamente una cuestión de detalle o un bizantinismo del que solamente algunos se percatarán. Es una cuestión que atañe a la pietas o a la santidad de los fieles, porque nadie puede ser santo (orthopráctico) si no es orthodoxo.
Escribe San Ireneo en su tratado Contra los herejes: “La Iglesia, habiendo recibido, como hemos dicho, esta predicación y esta fe, aunque esparcida por todo el mundo, la guarda con diligencia, como si todos sus hijos habitaran en una misma casa; y toda ella cree estas mismas verdades, como quien tiene una sola boca. Porque si bien el mundo hay diversidad de lenguajes, el contenido de la tradición es uno e idéntico para todos.
Y lo mismo creen y transmiten las iglesias fundadas en Germania, así como las de los íberos, las de los celtas, las de Oriente, las de Egipto, las de Libia y las que se hallan en el centro del mundo, es uno e idéntico en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los hombre que quieran llegar al conocimiento de la verdad. Y ni el que posee dotes oratorias, entre los que presiden las iglesias, enseñará algo diverso a lo que hemos dicho, ni el que está privado de estas dotes aminorará por ello el contenido de la tradición. En efecto, siendo la fe única para todos, ni la amplía el que es capaz de hablar mucho sobre ella, ni la aminora el que no es capaz de tanto”.
San Ireneo, que había recibido su formación cristiana de San Policarpo quien, a su vez, fue discípulo del apóstol San Juan, tiene ya claro en esos primerísimos tiempos del cristianismo que los principios y la doctrina de la fe son únicos y universales, y no deben ni pueden ser manipulados. Pero este cuidado y preocupación, que para el hombre moderno parecen extremos, infundados y que coartan la libertad personal, se orientan a la vida de santidad. Los griegos distinguían entre la eusébeia de la disébeia, es decir, la piedad de la impiedad, y los impíos eran reconocidos no tanto por sus desórdenes morales o sus falta de virtudes, sino por su negación del dogma. Enseñar, sostener y adherir a la verdadera fe está relacionado de modo directo con vivir una vida piadosa, es decir, de santidad. San Cirilio de Jerusalén dice en sus Catequesis:
“La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno al otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las virtudes de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosa visibles o invisibles, de las celestiales o las terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos o a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos; ella posee todo género de virtudes, cualesquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales”. 
Pareciera que San Cirilo está dando las notas de la verdadera Iglesia: la que enseña de modo universal y sin defecto la verdadera fe, la que induce el verdadero culto y la que cura todos los pecados. El espectáculo al que hoy asistimos es bien diverso: los principios y dogmas de la fe se ponen en duda, adaptándose a los tiempos y lugares; el verdadero culto ha sido destruido con la reforma litúrgica y se alientan si no todos varios pecados, con frases elocuentes como “¿Quién soy yo para juzgar?” o con las aventuras de Leticia en los amores adúlteros.
Definitivamente, vale la pena leer el libro con que iniciábamos el post.

lunes, 13 de junio de 2016

Removeatur

Yo ya sé que estamos hartos de escuchar hablar de Francisco; que resulta imposible seguir el decurso de los disparates con las que nos desayuna diariamente, y que es mucho más importante dedicarnos a recordar y dialogar sobre las enseñanzas de siempre de la Iglesia. Sin embargo, es también un deber no descuidarnos y “estar vigilantes” como las vírgenes prudentes de las que nos habla el Señor. 
La semana pasada, la columna de Sandro Magister reprodujo la reflexión de Anna M. Silvas, gran conocedora de las patrística oriental, sobre la exhortación apostólica Los amores de Leticia. Recomiendo calurosamente la lectura de este texto en el que la autora incluye el siguiente párrafo dirigido a los obispos: “Obviamente, debe intentarse cualquier estrategia de presión para una clarificación oficial de la futura práctica [del documento]. Insto en particular a los obispos a hacer esto. Algunos de ustedes pueden encontrarse en situaciones muy difíciles respecto a sus iguales, casi exigiendo las virtudes de un confesor de la fe. ¿Están preparados para los latigazos, metafóricamente hablando, que pueden recibir?”. 
Yo creo que son muy pocos los que están preparados. Hasta ahora, todos se han quedado calladitos, temerosos de recibir una misericordiación. El único que ha hablado abiertamente es Mons. Atanasio Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán), que más misericordiado de lo que está ya no puede estar. Los obispos argentinos, en cambio, se preocupan por la cantidad de pobres que hay en el país (y un pequeñín de entre ellos se preocupa por las cartas documento que recibe), y allí se acabó su munus
Si bien no era de extrañar esta actitud por parte de los los obispos, a quiene lo que menos que les importa es conservar la fe católica, yo pensaba que se preocuparían cuando lo que estuviera bajo amenaza fuera su poder. Pero resulta que su cobardía es mayor de lo previsto: se dejan, incluso, manosear el poder, y esto ha ocurrido hace pocos días y ha pasado casi desapercibido. Christopher A. Ferrara escribió una columna alertando sobre la gravedad de la situación. Y yo me animo a agregar que se trata de una gravedad extrema. Veamos.
En una nueva “carta apostólica”, publicada en italiano y simplemente firmada por “Francesco”, Bergoglio establece motu proprio (por propia iniciativa), “nuevas normas” para una expedita destitución de obispos, mediante decreto del Vaticano. Presentado simultáneamente por el Vaticano y los medios de comunicación como una medida destinada a los obispos que escudan a los sacerdotes pedófilos o son incapaces de actuar con prontitud contra ellos, la carta es realmente de mayor amplitud, y allí radica su gravedad.
La advertencia viene en los dos primeros párrafos. El párrafo 1º dispone que un obispo en ejercicio, “incluso a título provisorio”, puede “ser legítimamente destituido de su cargo si, por negligencia, realiza u omite actos que han causado grave daño a otros, sea que se trate de personas físicas, una comunidad o ambas a la vez. El daño puede ser físico, moral, espiritual o patrimonial”.
El Párrafo 2º determina que un obispo puede ser destituido bajo la vaga fórmula contenida en el Párrafo 1: “si ha carecido objetivamente, de manera seria, de la diligencia requerida en su oficio pastoral, incluso sin seria falta moral de su parte”.
Quisiera yo ver qué habría dicho y hecho San Atanasio o San Juan Crisóstomo si a algún obispo de Roma se le ocurría arrogarse el poder de inmiscuirse de ese modo en sus diócesis. Pero aún en tiempos posteriores, ¿cómo habría saltado Hincmaro de Reims? Este obispo, como ya comentamos en este blog, defendió teológica y jurídicamente en el siglo XI la potestad que tenían los metropolitanos sobre sus obispos sufragáneos. Ni qué decir lo que haría algún obispo de la Iglesia ortodoxa si al patriarca ecuménico se le ocurre disponer unilateralmente su destitución.
Los obispos de antes tenían claro que eran sucesores de los apóstoles y, si bien el obispo de Roma tenían un primado sobre todos ellos, esto no significaba de ninguna manera el poder sobre ellos y sobre los fieles que estaban bajo su jurisdicción. Que los obispos actuales hayan aceptado mansamente esta intromisión del poder pontificio es otro acto de cobardía y una traición a lo que siempre la Tradición de la Iglesia practicó. 
Porque hay que ser bastante ingenuo para limitar las intenciones de Bergoglio al promulgar este documento solamente a los encubridores de pederastas. Es mentiroso y avieso, como todo jesuita, y siempre hay que buscar la intención oculta. En este caso, ¿quién determinará el “daño moral” infligido por un obispo a una comunidad? ¿Cómo se determinará ese daño? Por ejemplo, un obispo que es favorable a la celebración de la liturgia tradicional y eso causa malestar a un grupo de progresistas de sus diócesis, ¿es pasible de destituciónpor causar divisiones entre sus fieles? O un obispo que, siguiendo la doctrina tradicional de la Iglesia y haciendo caso omiso a las recomendaciones de Leticia, no permite que los recasados se acerquen a la comunión, ¿podrá ser considerado “dañino a la comunidad”, en tanto que “factor de división” y consecuentemente removido de su cargo por la misericordia pontificia? 
El papa Francisco, siempre preocupado por la misericordia, ha sido muy duro en misericordiar a obispos que, casualmente, tenían simpatías tradicionales y que no estaban relacionados con casos de encubrimiento de pederastas: Franz Peter Tebartz-van Elstm, Obispo de Limburgo, Alemania (Marzo del 2014); Rogelio Ricardo Livieres Plano, Obispo de Ciudad del Este, Paraguay (Septiembre del 2014); Mario Olivieri, de la diócesis de Albenga, Italia (Marzo del 2015); Robert Finn, de Kansas City-Saint Joseph, USA (Abril del 2015), John Nienstedt, de Minneapolis (Junio del 2015) y Oscar Sarlinga, de Zárate-Campana, Argentina (Noviembre de 2015).
Sin embargo, a la fecha, Francisco no ha ordenado la destitución de un solo obispo liberal en lo teológico o en lo litúrgico, en todo el episcopado mundial, a pesar de que muchos de ellos están mucho más gravemente comprometidos en escándalos que los seis cuyas cabezas han rodado. Peor aún, Francisco designó en el Sínodo de la Familia al Cardenal Godfried Danneels, a pesar de la abundante evidencia, incluyendo grabaciones en cinta, de los deliberados encubrimientos del purpurado de cientos de instancias de abuso homosexual a menores por parte de Mons. Roger Vanghluwe, cuando Danneels era arzobispo de Malinas - Bruselas y Primado de Bélgica, entre 1979 y 2010.
Como afirma Ferrara, este nuevo documento papal no es más que otro paso en la consolidación de una estrategia global que apunta a gobernar la Iglesia Católica como si fuese una república bananera (o kirchnerista): protección y hasta promoción para los amigos del Supremo, sin importar lo malo que sean, pero persecución para los que estén en la “lista negra”, sin importar lo buenos que sean.

Así las cosas, y visto el poder omnímodo que se ha atribuido el Papa sobre los obispos del mundo, me atrevo a dirigir a Su Santidad la siguiente sugerencia:
Beatisimo Padre, quiero felicitarlo y congratularme con usted por el gesto que tuvo este fin de semana de rechazar los dieciséis millones de pesos que había donado el gobierno argentino a sus Scholas. ¡Muy bien hecho! ¡Qué se cree este mocoso ricachón que ahora es presidente de Argentina! ¡Como si a usted lo pudieran comprar con esa bagatela! ¡Nada de recibir dinero de los sucios capitalistas! Como bien dijo Su Santidad al ínclito Gustavo Vera, las pobres carmelitas de Constitución no tienen dinero ni para comprar frutas y este mequetefre quiere derrochar esa millonada.
Por eso mismo Santo Padre, quiero acercarle una sugerencia. Ya que usted se resiste a recibir dádivas del capital internacional y nacional, dado que las pobres monjas están sometidas a una dieta penitencial sin poder comer mandarinas, y dado que usted tiene poder absoluto sobre los obispos, ¿por qué no renuncia también, en nombre de ellos, al sueldo de más de $100.000 mensuales que reciben del gobierno macrista? De esa manera, la Iglesia argentina se vería libre de compromisos con el poder temporal y nuestros obispos estarían felices de vivir en la pobreza en la que viven sus sacerdotes: de la generosidad de sus fieles. 

Off topic: Posiblemente a muchos lectores les interese leer este texto acerca del modo de comprender y enfrentar el gravísimo problema que enfrenta por enésima vez el Instituto del Verbo Encarnado debido a las fechorías de su fundador. 



jueves, 9 de junio de 2016

Ajustes

Lo decía Platón y lo repetía Clemente de Alejandría: la palabra escrita se presta a la mala interpretación o a que sea leída por quienes no tienen la preparación o la voluntad de entenderla. Algo de eso pasa con los blogs, o al menos con este. Muchas veces los lectores interpretan lo que quieren o lo que pueden porque el texto no es claro en su redacción, o porque no tienen algún conocimiento previo necesario o porque no tienen ganas de entenderlo bien. Y algo de eso ha ocurrido con el último post; ya Walter Kurtz, Pensador y Martín Ellingham, en sus comentarios, se encargaron de aclarar varias cosas. Aquí intentaré ajustar algunas otras.
En el post original yo agregué algo que no aparece en la propuesta de Senior, y me parece apropiado que no aparezca (y por tanto, yo no debería haberlo agregado). El autor habla de retirarse a los suburbios de las ciudades. No hace referencia a pequeños pueblos abandonados. Esta última posibilidad, a la que sería bastante fácil de acceder en España por ejemplo, puede provocar que esa comunidad termine siendo un grupo de menonitas católicos. Los suburbios, en cambio, están relativamente integrados a las ciudades, y Chesterton decía de ellos: “Los suburbios son habitualmente conocidos por ser prosaicos. Es una cuestión de gustos. A mí particularmente me resultan excitantes” (“Introduction”, Literary London). 
Pero todo pasa, una vez más, por la prudencia, es de decir, por aplicar las virtudes a la decidicón sobre el caso concreto. En la actualidad, los suburbios de las ciudades se han extendido a más de cien kilómetros de su centro geográfico. En un país serio, donde los medios de transportes funcionan correctamente, -como sucedía en Argentina cuando los ferrocarriles estaban administrados por los británicos-, no sería problemático retirarse a un suburbio que, en alguna época fue una pequeña aldea y conserva varios de sus rasgos, y viajar cotidianamente a la ciudad para trabajar. Londres está habitado durante el día por decenas de miles de commuters, es decir, personas que viven en “suburbios” ubicados a 50 o a 150 km. del centro de la ciudad, pero al que llegan en una hora, a bordo de trenes puntuales, seguros, limpios y libres de chusma. No es el caso de Buenos Aires. Para tomar el ejemplo que se ha discutido en los últimos comentarios, tengo amigos que viven y vivían en La Reja, pero viajar diariamente a la capital era un suplicio que les consumía cuatro horas, mientras en su ausencia dejaban a la mujer y los hijos a merced de peligrosos delincuentes que cada dos por tres les daban un susto. En ese caso la prudencia de algunos indicó que no era la opción adecuada. 
Puede ser distinto en ciudades del interior del país. En Mendoza, por ejemplo, la montaña está a 20 minutos por autopista del centro de la ciudad, y allí es fácil conseguir terrenos amplios, con vistas atractivas y a precios razonables. Quizás esa opción sería prudente considerarla: familias jóvenes que comienzan la construcción de sus casas en la misma zona o barrio en el que se les garantice no solamente la amistad de sus vecinos (que podrán reunirse tomar un whisky cuando terminó la jornadas y las mujeres a tomar el té por las tardes), sino también el necesario contacto con la naturaleza (tierra, agua, árboles, animales domésticos y alimañas, viento y lluvia) para los hijos. 
Pero vayamos más al fondo y dejemos lo prudencial para cada uno. Es verdad lo que dice un comentarista: el cristianismo fue, en sus orígenes, un fenómenos urbano. Los cristianos vivían en ciudades, en medio de paganos y con un gobierno hostil. ¿Por qué vamos nosotros entonces a escaparnos? ¿No será que se nos llama vivir en las ciudades para convertir a los paganos como hicieron los primeros seguidores del Evangelio? 
Pero hay que hacer distinciones. En primer término, las ciudades de la antigüedad no eran ciudades modernas, comenzando por el número de habitantes. Las ciudades más grandes de los primeros siglos cristianos eran Roma, Alejandría y Antioquía. Llegaban apenas a los 400.000 habitantes. Las ciudades modernas tienen diez o veinte veces más. Es un dato que cuenta. 
Pero escarbemos todavía un poco más. Éstas, u otras más pequeñas, eran ciudades humanas, y no solamente por sus dimensiones. Uno de los problemas de nuestras ciudades contemporáneas es que dejaron de ser humanas porque se convirtieron es espacios privilegiados de alienación, es decir, de extrañación de la realidad. El hombre que vivía en Lutetia durante el Imperio Romano y en París durante la Edad Media y hasta principios del siglo XX, más allá de la cantidad de habitantes, escuchaba ruidos humanos (ladridos, cascos de caballos y ruedas de carros por la calle, voces y gritos de vecinos y transeúntes, ráfagas de viento, la música que salía de una flauta o de un organillo), olía olores humanos (algunos agradables, como el pan recién horneado y las flores en primavera, y otros no tanto, como el que despedían las alcantarillas a cielo abierto), tocaba objetos humanos (tejidos de algodón y no de poliester, madera de roble y no aglomerado o melamina, utensilios de peltre o latón y no de plástico); se iba a dormir poco después que caía el sol y se levantaba cuando clareaba porque vivían de acuerdo a los ciclos naturales y, para divertirse, iba a la taberna a tomar cerveza con sus amigos, nadaba en el Sena en el verano y, en el invierno, si daba la ocasión, arrojaba bolas de nieve. El hombre de hoy se reúne en restaurantes que preparan “cocina molecular” (espuma de remolacha con esterificaciones de papas, y de postre caviar de melón, por ejemplo) mientras beben aguas saborizadas, nadan en piscinas cubiertas en pleno invierno y, si no nieva, igualmente pueden esquiar en montañas cubiertas con nieve artificial. 
Esta es la maldad del mundo y de las ciudades contemporáneas contra las que los cristianos antiguos y medievales no tuvieron que lidiar. El contacto con la realidad, es decir, con la creación de Dios, sana. El contacto con la realidad ficticia que ha creado la tecnología contemporánea, enferma el cuerpo, la psique y el espíritu.
Por eso, la propuesta no es desertar de las ciudades como un cobarde que huye, sino evadirse de un medio enfermo y que enferma. Y así como aquel que lee una novela, que reza el oficio o que mira una película se evade temporalmente de lo inmediato para después regresar a él, así la propuesta de Senior es evadirse de lo patológico (y satánico), lo cual no significa desertar sino buscar lo que más le acomoda a cada uno para su salvación y la de los suyos. 
Finalmente, hay un punto que se repite cada vez que aparece esta discusión: la ciudades de los primeros cristianos eran paganas y las nuestras, en cambios, son pos-cristianas. Y más allá que sea un lugar común, es profundamente cierto. San Pablo, en su Carta a los Romanos (10, 20), trae a colación un texto del profeta Isaías al que refiere a los gentiles: “Fui hallado por quienes no me buscaban, me manifesté a quienes no preguntaban por mí”. Los paganos de los primeros siglos se toparon por el Verbo sin proponérselo y sin buscarlo, y lo aceptaron, y posibilitaron el surgimiento de la Cristiandad. Los paganos de hoy, que poseían la Verdad, la rechazaron. “El Logos vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. La maldad del mundo contemporáneo es sólo comparable a la maldad del pueblo judío que rechazó y crucificó a su Señor. Aquellos, los gentiles de la época paulina, habían nacido en un mundo dominado por los arcontes del Malo y esclavizados a sus fuerzas. Los nuevos gentiles, habiendo nacido libres, prefirieron volver a las cadenas de la esclavitud de la muerte. Casi como el imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Vieron la luz, y no solamente la rechazaron sino que se entregaron al Enemigo (un comentarista dejó el enlace a la ceremonia de inauguración del túnel de San Gotardo, en Suiza. Es realmente escalofriante: adoración liza y llana a Satanás).
Vuelvo a una imagen que he repetido más de una vez: estamos en medio de un naufragio, el buque escoró y en cualquier momento termina de hundirse. Cada uno, entonces, se salva como puede: en un bote salvavidas, en una cubierta de auto o agarrado a una tabla de flota. Lo importante es salvarse y no dejarse tragar por el piélago.