lunes, 26 de agosto de 2013

El dilema, por Ludovicus


Con prescindencia de toda la faramalla marketinera y mediática que rodea el hasta ahora muy gris pontificado de Bergoglio, subyace un debate sobre dos modelos de Iglesia que vale la pena discutir en vez de amargarse por las anécdotas y peculiaridades del personaje.
El dilema -falso pero provocador- es: ¿Iglesia para todos o Iglesia para pocos? Se me permitirá, en los escuetos límites mentales de este medio, caricaturizar ambas posturas. La primera podría ejemplificarse con una carpa en Constitución ofreciendo bautismo para todos y todas. La segunda, con el Papa de la mittleneuropa, cual un Cid vivo pero descabalgado, reformando a posteriori el rito del bautismo y colando la casi subliminal expresión: "Te recibe la Ecclesia Dei", en vez de "Te recibe la comunidad cristiana".
Sería fácil decir: Iglesia para pocos, pero buenos. Obvio reseñar aquí los especiosos y sobre todo realistas argumentos expresados en su momento por el cardenal Ratzinger, que los católicos tradicionales compartimos. Está claro aquí que la ley del concepto (a mayor comprensión, menor extensión) tiene mucho que decir en la definición de católico. Sin embargo, algo hace ruido en este planteo. Ser católico no es una ideología. La Iglesia no siempre actuó en forma inductiva, persona por persona, idea por idea. La enorme digestión de los pueblos germánicos para la Cristiandad fue un proceso desprolijo, aluvional y gradual, con una pastoral de siglos que recién logró estabilizar la práctica sacramental integral hacia el siglo XIII.  Para acentuar la analogía, existen vastas comunidades bárbaras hoy, en las que el cristianismo, regado con sangre de mártires, avanza con velocidad inaudita. El planteo decadentista puede ser efecto de una óptica excesivamente centrada en Europa.
No gasto pólvora en chimangos: la idea de la Iglesia para todos y todas, entendida en el sentido indiscriminado y mundano, es inaceptable. Es la rendición al pensamiento políticamente correcto, donde el carnet de afiliación a un humanismo gelatinoso certifica la pertenencia a la Iglesia del mundo. Podría sintetizarse en la siguiente forma: proclamación de los aspectos cristianos moralistas que sobreviven en el ethos moderno y silenciamiento de todos los que resultan políticamente incorrectos. Al mismo tiempo, afirmación lírica de ciertos contenidos teológicos al modo en que un poeta entreteje sus imágenes.  Como el arco se va corriendo gradualmente, es posible que la fe católica termine siendo afirmar que el ser humano es un ser humano, que violar niños no es correcto y que el canibalismo sólo es lícito in extremis. Por cierto, esta postura moralista reclama, como también lo expresó con su inteligencia habitual el Papa emérito, algún scapegoat: los odiados fanáticos y fundamentalistas, siempre listos para el cachetazo (y confesémoslo, alegres de recibirlo).
El problema sin embargo subsiste, y podría formularse de la siguiente forma, retomando el desafío del último e infeliz Concilio: ¿cómo se afronta la existencia de una cultura radical y sobre todo trópicamente anticristiana desde una residual comunidad cristiana o si se quiere, una Ecclesia Dei?  Y permítanme una catarata de preguntas programáticas que no agotan el tema, que es pastoral: ¿Cómo se anuncia en forma comprensible el Kerygma? ¿Es el aislamiento la solución, la restauración del antiguo neocatecumenado y de la disciplina del arcano, la resignación al resto fiel escatológico? - aquí voy a abonar mi desprestigio quebrando una lanza por la intuición de Kiko Arguello, por otra parte tan cuestionable en sus concreciones, pero qué quieren si se delega en un pintor algo que tendría que haber sido el trabajo de personas preparadas.  ¿O existe un margen para proponer "la salida a las periferias", para brindar de modo razonable y presentable las razones de nuestra esperanza, de seguir persistiendo en el bautismo indiscriminado con la esperanza de que Dios rompa su silencio, por gracia y misericordia que podamos acoger? ¿Cómo hacerlo, dado que la pastoral posconciliar es un rotundo fracaso y que la restauración prejuanpablista que trae Bergoglio resulta no sólo irrelevante sino que amenaza crecientemente con una megafrustración? ¿Es factible una auténtica depuración del catolicismo, que arroje los lastres barrocos y moribundos que se acumularon desde la devotio moderna sin por ello arrojar el bebé con el agua de la bañera? ¿Cómo aprovechar la synergia oriental para que el catolicismo vuelva a las prístinas fuentes y a la vez, la Ortodoxia se integre en el único ecumenismo válido que sane nuestras llagas? ¿Es dable redimensionar la figura papal, afectada de una inflación creciente y de una demanda  insostenible que lo convierte en una especie de Superman en el marketing y en un viejo desgastado y estresado en la práctica? ¿Se puede reformar la Curia romana, a los efectos de convertirla en un instrumento eficaz de la misión sobrenatural de la Iglesia, subordinando la política a ese fin? ¿Hay espacio para una liturgia-liturgia, que a la vez pueda llegar a todos?

Y es que, después de cincuenta años, volvemos al mismo punto de partida: la Iglesia y el mundo moderno. Es un problema pastoral pésimamente resuelto no en el Concilio, sino en los últimos siglos. Tan mal por Pío IX como por Juan XXIII. Falta un paradigma católico para estar en el mundo, para evangelizar al mundo, para sacar al hombre del mundo.  Es un problema que quizás no tenga solución desde el aquende, pero que requiere un status transitorio, al menos para quienes viven en el mundo.

martes, 20 de agosto de 2013

¿Hasta cuándo?

Definitivamente, hay temas que no pueden tocarse. 
Para mucho lectores habituales del blog, cuestionar el nacionalismo -desde el carlismo, que no es lo mismo que hacerlo desde el liberalismo o el marxismo-, es más grave que negar la divinidad de Nuestro Señor. No otra cosa puedo concluir a tenor de varios comentarios que he recibido en los que algunos, por poco, no prometen incendiar mi casa y las de mis vecinos, por las dudas, debido a mi alta traición a la Patria... 
Cierro entonces los comentarios al post anterior, y lo hago oficialmente y no recurriendo a afirmar que me hackearon la cuenta como hace la señora Casa Rosada.
Y para hacerlo, nada más oportuno que una traducción de la genial pluma de Newman que Jack Tollers me acaba de enviar.
Prosit!



Si examinamos cuidadosamente cómo ha sido el curso del cristianismo desde el principio, sólo veremos una serie continua de dificultades y desórdenes de todo tipo.
Cada siglo se parece a todos los demás y a todo los que viven en un siglo determinado, siempre les parecerá que todo es peor comparado con todos los que lo precedieron. La Iglesia siempre se muestra como enferma y si acaso permanece, siempre languidece débilmente "llevando siempre por doquier en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en su cuerpo" (II Cor. 4:10).
En todo tiempo, siempre, parece que la religión se termina, da la impresión de que los cismas se multiplican, que la luz de la Verdad empalidece, sus adherentes desperdigados.
Siempre, en todo tiempo, la causa de Cristo se halla en su última agonía, como si sólo fuera cuestión de tiempo y cualquier día de estos desfallecerá para siempre. En todo tiempo, siempre, pareciera que prácticamente no hay santos ya que la Parusía de Cristo está a la vuelta de la esquina; y de esta manera el Día del Juicio siempre aparece como inminente; y constituye nuestro deber estar siempre vigilantes y aguardándolo expectantes; y nunca mostrarnos desilusionados porque a pesar de anunciarlo tan a menudo diciendo "ahora sucederá", luego sucede que, contrariamente a lo que creíamos, la Verdad de algún modo se recupera.
Así es la Voluntad de Dios, que reúne a sus elegidos, primero a uno, y luego a otro, poco a poco, en los intervalos de buen tiempo que hay entre tormenta y tormenta, o bien rescatándolos de los oleajes de la iniquidad, incluso cuando las aguas se muestran más furiosas que nunca.
Bien pueden los profetas lanzar voces diciendo: "¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo continuarán estas cosas que no comprendemos? ¿Hasta cuándo seguiremos contemplando estos misterios de iniquidad? ¿Cuánto más durará este mundo moribundo, apenas sostenido por pálidas luces que luchan por sobrevivir en medio de esta atmósfera tenebrosa?".
Sólo Dios sabe el día y la hora cuando aquello, finalmente, sucederá, aquello con que Él siempre está amenazando; y entretanto, podemos obtener mucho consuelo considerando lo que ha sido en antes—y así nunca desalentarnos, nunca desmayar, nunca dejarnos ganar por la ansiedad al contemplar los males que nos rodean.
Siempre ha sido así, siempre lo será; es lo que nos toca en suerte.

Alzan los ríos, Yahvé, alzan los ríos su voz;
alzan las olas su fragor.
Pero, más poderoso que la voz de las muchas aguas,
más poderoso que el oleaje del mar,
es Yahvé en las alturas. (Ps. 92:3-4).

(Lectures on the Prophetical Office of the Church
Lecture 14: On the fortunes of the Church).


*

lunes, 19 de agosto de 2013

Carlismo argentino

Comentábamos hace pocos días la notable cantidad de malos lectores que tiene este blog, como muchos otros. Es decir, gente que lee mal, o que no interpreta correctamente lo que está escrito, o que opina sin conocer.
Cuando sólo de modo muy tangencial incluí en la última entrada una mención al carlismo argentino, no faltó un iluminado que escribiera la siguiente barbaridad:
“¿Carlismo en Argentina? ¡Eso es desarraigo por falta de identidad con la tierra que se habita! Y siguiendo su premisa, falta de nobleza”.
No entiende lo que es el carlismo; no entiende lo que es arraigo, no entiende lo que es nobleza y, mucho menos, conoce la historia argentina.
Pero vino una muy buena respuesta de parte de un anónimo que incluyo aquí abajo.
Por supuesto, los muchos nacionalistas lectores de este blog no estarán de acuerdo. Seguimos siendo amigos, pero yo les sigo recordando que no entiendo un nacionalismo católico e hispanista que reconozca como punto de partida la sedición de 1810, perpetrada por liberales y masones.
Aquí la respuesta del Anónimo Lector:

Esto puede ser falso o verdadero.
Es verdadero si el carlista argentino lo es por no conocer la historia y por el solo gusto de lo “no-argentino”. Una especie de apátrida refinado.
No es verdadero si ese carlista hispanoamericano conoce la historia. Y si la conoce bien no tiene más opción que ser carlista, aunque haya nacido en Argentina.
El nacionalista no conoce la historia y cuando la conoce la interpreta mal.
Es muy sencillo, el nacionalista, lo reconozca o no, es hijo de 1810 aunque se llene la boca diciendo que se considera un heredero de España (como lo dicen todos).
A Liniers lo mataron por proto carlista los hombres de 1810.
La misma justificación de la Independencia de los nacionalistas fue lo que motivó a los revolucionarios a matar al único héroe intachable que tuvimos (pues hasta Rosas tuvo sus pocas tachas).
Liniers les dijo algo así: “Ustedes dicen que por estar el rey cautivo es tiempo de independizarse, pero a fe mía que son como el heredero que está esperando la muerte del padre para alzarse con el botín”.
La otra posibilidad es que los nacionalistas sepan historia pero tengan una idea de la piedad de trecho corto, comenzada en 1810, como quien se despreocupa por el alma de su bisabuelo, pero aun visita en el geriátrico a su padre.
Y hay una posibilidad más: que los nacionalistas son hombres de acción y el carlismo no es posible aquí. En este caso entérense que el nacionalismo tampoco. Ambas son cuestiones únicamente de escritorio y piedad (bien o mal entendida), les guste o no.

Es la historia. Búsquenla en los libros.

martes, 13 de agosto de 2013

Nobleza


Varias veces hemos hablado tangencialmente en este blog acerca de la nobleza. Creo que es un tema que merece que lo tratemos con un poco más de profundidad, aunque soy consciente de mis modestísimos conocimientos al respecto. Confío en que aquellos que lo conocen mucho mejor que yo -el Dr. LMdR, por ejemplo- puedan abundar y corregirme cuando sea necesario.
Me llamaron la atención un par de ideas que aparecen en un librito deliciosamente contrarevolucionario de Vladimir Volkoff: Elogio de la diferencia, que pueden bajar desde Scribd o desde DepositFiles, y voy a recurrir a ellas en más de una ocasión a lo largo de esta entrada.
Una primera distinción que es conveniente hacer es entre nobleza y clase. Es decir, cuando hablamos de nobleza no hablamos de clase social, que es un concepto sociológico, inventado por ideólogos preocupados por encontrar instrumentos teóricos para oponer lo que, naturalmente, nunca fue opuesto. Solamente en los pueblos primitivos no existía división entre jefes y pueblo, pues la noción de mando comenzó a desarrollarse con la civilización y, como dice Volkoff, no se sabe si es el mando el que civiliza o es la civilización la que jerarquiza. Han sido justamente las sociedades jerarquizadas, es decir, con jefes que mandan y pueblo que obedece, las que hicieron frente a las invasiones orientales, las que edificaron las catedrales, las que engendraron los Estados y las que conservaron las culturas. Por eso, hablar de nobleza no es más que reflejar el estado natural de los pueblos civilizados y en nada tiene que ver con la idea moderna de clase social y, mucho menos, con el dañino concepto marxista de lucha de clases.
Por eso, el término nobleza está muy lejos de la pedantería y mucho más lejos aún de las páginas de Hola o de Caras, y se resiste a una definición. Conviene, por eso mismo, antes que comenzar con una definición, hacerlo rastreando el origen de la nobleza. Pero tampoco en esto hay acuerdo: podría estar ligada a la tierra, a la función ejercida en una sociedad determinada, a la profesión militar o a la antigüedad del linaje. Quizás haya un poco de todo eso, pero me parece que, esencialmente, la nobleza está relacionada con la posesión de la tierra. Por algo los nobles franceses del Ancien Régime suele poner, cuando se les pregunta por su profesión, agricultor. Y es porque el cultivo de la tierra propia, ennoblece. Es una cuestión casi atávica, y del atavismo más originario, pues es de la tierra de donde surge el sustento del hombre y es esa la tarea que le fue impuesta a Adán luego de la expulsión del Paraíso.
Pero la tierra, y la posesión de la tierra -más allá de que esta sean unas pocas hectáreas-, genera necesariamente el arraigo, en decir, el enraizamiento del hombre a un lugar con el que establece un vínculo que se convierte en configurador de su propia identidad y de la de sus descendientes. En este sentido entonces, el noble es la persona que está arraigada a la tierra. Y esto aparece en el desarrollo natural de todas las sociedades. Pensemos en algún pequeño pueblo de nuestras pampas. La nobleza particular que allí se iba formado naturalmente -y con esto quiero decir las jerarquías sociales y de mando que surgían-, provenía de la posesión de la tierra. Es decir, quienes poseían la tierra ostentaban las jerarquías sociales superiores. Y no era siquiera necesario que fueran grandes latifundistas; la sola posesión de una chacra ya implicaba un posicionamiento social. Por supuesto, todo este ordenamiento queda rápidamente destruido por la burguesía: cuando el almacenero empieza a crecer y aumentar su fortuna, desplaza al pequeño poseedor de la tierra arruinado después de una mala cosecha. Naturalmente entonces, la jerarquía del entramado social aparece con la posesión de la tierra, y con ella, la nobleza.
Pero lo interesante aquí es ver el aspecto simbólico que tiene el tema. Si el noble es el arraigado, el plebeyo, por oposición, es el descastado, es decir, quien no está arraigado a una casta, y no entiendo este concepto tal como aparece en la organización social india. Casta es el linaje relacionado con esa tierra que, en algún momento, se poseyó y probablemente ahora esté, desde hace varios siglos, en manos de mercaderes. Pero la pérdida de la posesión material de la tierra no implica necesariamente la pérdida del arraigo a la misma, convertida ya en un elemento simbólico. Es decir, el noble permanece enraizado a la tierra de su familia, o a su familia o, más ampliamente aún, a su casta. Y arraigo no significa aquí apego concupiscente a una porción de territorio sino a los principios e ideales de aquellos que poseyeron en algún momento ese territorio, y el primero de todos, la religión. Quizás una materialización simbólica de esto sea la casa solariega o el escudo de armas, si es que se los posee. La casa no es solamente paredes y techos más o menos conservados, sino que es historia viva y es casta. E igualmente el escudo, no es reminiscencias más o menos fantasiosas o esnobismo, sino identificación con la tierra, y con ella a los ideales, a los cuales estoy arraigado.
Por eso el noble, tal como lo entiendo, no se relaciona solamente que ver con un título de nobleza otorgado por algún soberano. Muchas veces, esto no es más que un signo de anti-nobleza. Una cosa es la nobleza francesa del Ancien Régime, con títulos otorgados por los Anjou, y otra los títulos otorgados por Napoléon a sus amigos y colaboradores. ¿Quién se tomaría en serio hoy en día, por ejemplo, si a la Colifata se le ocurriera proclamarse reina y nombrar conde a De Vido? Todo el mundo se reiría tanto como se ríe la gentry inglesa de Sir Elton John o de algún almacenero con suerte y dinero que es knighted por Su Majestad Británica.
Pero con esto no pretendo descalificar a la nobleza con título. Tengo un buen y cercano amigo que es conde del imperio romano-germánico, poseedor como mayorazgo de los títulos y armas de su familia, aunque esté bastante más que venido a menos, y en él es posible ver todas las características más salientes y evidentes de la nobleza: su sola presencia emana nobleza.
Sin embargo, me parece que es posible y necesario en una época en la que el plebeyismo no solamente se ha posesionado de los gobiernos seculares, sino también del mismo trono de Pedro, -y se alardea impúdicamente der ser plebeyo, presentando tal atributo como virtud-, extender el concepto de nobleza al significado simbólico propongo: arraigo y fidelidad a la casta, es decir, a la familia y a los ideales que ella encarnó. En este sentido, noble sería quien se identifica consigo mismo, reconociéndose, al decir de Pemán, no como un grano suelto, sino como parte de una espiga. Es decir, yo no soy apenas yo nacido hace algunas décadas, sino que soy una parte más de mi casta, y es en ella en la que encuentro mi identidad.
Y propongo un ejemplo: el carlismo argentino. Muchos sabemos y tenemos buenos amigos que forman parte de una suerte de hermandad carlista que permanece fiel a don Carlos María Isidro, hermano del rey Fernando VII y que fuera desplazado del trono a la muerte de este por su hija Isabel II, sostenida por los liberales. Los carlista son los así llamados apostólicos: tradicionalistas y antiliberales que consideran que Juan Carlos de Borbón es un usurpador del trono de España y que el verdadero monarca es… bueno aquí empiezan las diferencias entre ellos, pero podría decir que la mayoría sostiene a don Sixto de Borbón-Parma.
Pues bien, ya suena un poco extraño que existan carlistas en España, pero es mucho más raro aún que hayan carlistas en Argentina y que anualmente organicen una cabalgata de los mártires de la tradición, luciendo sus boinas coloradas y sus banderas blancas con la cruz de Borgoña. ¿Son locos? Claro que no. Son nobles. Aunque ninguno de ellos crea posible la restauración dinástica en el trono español, continúan arraigados a la tierra, es decir, a la familia y a los ideales, aunque el mundo se les haya caído varias veces encima.
Por eso tiene razón Volkoff cuando define a los nobles como categoría de hombres diferentes. Parecería una definición que no define nada porque, en realidad, todos los hombres son diferentes, por más plebeyos que sean: D’Elia es muy diferente a Moria Casán y a Bergoglio, aunque los tres sean constitutivamente plebeyos. Pero lo que ocurre es que el coeficiente de diferencia del noble es muy superior al de los demás. Y esa diferencia no les viene de una distinción física que puede estar o no estar, ni a la capacidad de realizar pruebas o hazañas, ni a la tradición de decir colorado en vez de rojo, mujer en vez de esposa y comida en vez de cena, ni a genealogías que generalmente se han dorado, ni a propiedades que se malveden, ni a privilegios que pasan rápido. Son diferentes porque se reconocen como diferentes y son reconocidos como tales.
Termino con una anécdota de Dostoievsky. El escritor, que era noble pero de ideas progresistas, se encuentra un día en un tren con un hombre de la pequeña nobleza rusa, o hidalgo diríamos en términos españoles (hidalgo = fijodalgo, es decir, hijo de alguien), que pretende ser diferente. Dostoievsky se indigna. ¿Qué significa esto? ¿Acaso no son todos los hombres iguales en dignidad? ¿No son todos hijos de Dios? El otro sigue en sus trece: él es diferente porque es noble. Nada puede hacer con él: un golpe no lo haría cambiar de ideas y, por otro lado, se trata de un hombre de bien, que no desprecia a nadie y que asume sus responsabilidades… pero es diferente. No se vanagloria de descender de Gengis-Khan, de Pedro el Grande o de nobles guerreros, pero es diferente. No tiene inmensas propiedades, no manda ejércitos, no tiene más que una pretensión: ser diferente. Y lo es.
Lo es.

Qui potest capere capiat.

viernes, 9 de agosto de 2013

The Procrastinator dixit

A medida que pasa el tiempo y uno va leyendo el Wanderer y las reacciones de muchos de sus (jóvenes, presumo) y bienintencionados lectores me encuentro con un denominador común: luego de alguna seria denuncia o advertencia de nuestro inefable amigo, los (jóvenes) lectores, realmente movidos y conmovidos por lo leído, demandan una solución o preguntan angustiados “¿qué hay que hacer?”. Los más enojadizos le reprochan no hacer nada o sólo estar escribiendo cosas en un blog. Estimados: éste es simplemente un blog de opinión, ni más ni menos; no se propone arreglar la Iglesia sino simplemente hacernos pensar y en una esas, iluminados y movidos por Dios, obrar en consecuencia en el ámbito propio de cada uno. ¿Qué hay que hacer?, ya está respondido hace dos mil años: “se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, la cual nos enseña que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo”. Allí está todo el recetario, que cada uno lo aplique a su vida.
Pasando a un punto particular y para entrar de lleno en polémicas, creo que gran parte de la angustia presente procede de errores y exageraciones piadosas con respecto a la naturaleza del papado, rémora de épocas pretéritas, pero que no responden a lo revelado, o sea, a la realidad.
El Papa es objeto de nuestra fe, sólo en cuanto parte integrante de la estructura de la Iglesia visible, objeto de nuestra fe, y no en cuanto hombre particular; de este modo no es necesariamente santo o sabio, y puede equivocarse en sus acciones e incluso en afirmaciones personales, que pueden ser erróneas o discutibles, como una breve recorrida por la historia de la Iglesia lo muestra. Si alguien me argumenta quien soy yo para decir esto, le respondo simplemente, como único ejemplo, que lea el proceso de San Máximo el Confesor y se fije qué autoridades le presentan al santo para que firme la Ecthesis, y cómo responde éste: hago mías sus palabras; o más breve, entonces eliminemos la historia, tout court. Ah, y me olvidaba: en ningún lado dice que el Papa sea elegido por el Espíritu Santo.
El Papa no es la fuente de nuestra fe, sino que su función es ser garante y custodio de la misma de modo ordinario, y de modo infalible en actos muy precisamente delimitados y que se dan raramente. La fuente de la fe es Dios mismo, el Espíritu Santo que nos inhabita, ilumina y mueve nuestras almas. El depósito de la fe es algo objetivo y dado a la Iglesia en cuanto tal, definido y delimitado en proposiciones explícitas a lo largo de la historia, y como virtud teologal de la fe, puesta en nuestros entendimientos por el Divino Paráclito. El Depósito no depende directamente del Papa y está desenganchado de él, por así decir. El Papa no tiene poder algunos sobre él para alterarlo, sino sólo para explicarlo a los fieles, según el modo del apotegma del Lirinense.

Más en general, me da la impresión que en los últimos quinientos años, por lo menos, se ha impuesto una visión de la Iglesia Militante demasiado perfecta, incompatible con la enseñanza de la Escritura y, nuevamente contradicha por la historia misma. Durante el primer milenio de la Iglesia, la mirada era mucho más realista: prueba patente, los cánones disciplinares de los siete primero Concilios Ecuménicos, en los cuales se legisla sobre la realidad y la posibilidad de los mayores desvíos en los ministros de la Iglesia. En la actualidad, la gente de Iglesia no concibe regularmente que el obispo pueda ser un facineroso: Calcedonia, Éfeso y el Trullano, sí. Esa es la diferencia.
No digo que todo esto nos traiga la apátheia perfecta en medio del berenjenal en que nos hallamos sumidos, pero puede servir para calmar algo los nervios; por lo menos a mí me los calma. Ejem . . .

The Procrastinator


P.S. Faltaba decir que me consta personalmente el bien que este blog ha hecho a muchas personas que han sido ilustradas y confirmadas en su fe por él.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Mete miedo

Doy mi palabra que estoy preparando un post sobre un tema que nada tiene que ver con el papa. Es sobre una cuestión que hemos tratado varias veces en el blog de refilón  y que merece un poco de profundización: nobleza y cristianismo, y he elegido seguir la línea que propone Volkoff. Quedará para más adelante, aunque bueno sería apurarla porque se complementaría con el escrito que apareció ayer sobre “Francisco y los príncipes”, fruto de la pluma de Antonio Caponnetto, y que pueden bajar desde aquí.
Pero la urgencia del momento exige, a mi pesar, ocuparse del Personaje. Varias veces se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que Bergoglio no sea más que una obsesión nuestra debido, sobre todo, a que somos argentinos, lo conocemos bien y fuimos siempre acérrimos críticos suyos. En definitiva, que no fuera más que una comprensible reacción emocional porque en él se concentra todo lo que detestamos: el progresismo, el oportunismo, el plebeyismo, la mediocridad, etc. 
Sin embargo, frente a esta posibilidad, se oponen la objetividad de los hechos que aparecen, no ya semana tras semana, sino día tras día y, también, la misma sensación de gravedad que puede percibirse en católicos de otros continentes, y que tenían hacia el nuevo papa una actitud expectante o positiva. Muchos ejemplos podría dar sobre, pero menciono el blog Ex Orbis, que no pertenece a ningún grupo de tradicionalistas recalcitrantes, y a las palabras que pronunció hace pocos días el cardenal Dolan. Dijo: “Queríamos un Papa con buena capacidad de mando y de gestión, y hasta ahora lo que se ha visto es poco. Es un pequeño elemento sorpresivo que él no se haya expresado todavía en este terreno. Espero que luego de la pausa estival se vea algún signo más de cambio en la gestión”. Y en cuanto a la esperada sustitución del secretario de Estado, Tarcisio Bertone, agrega Dolan: “Si no sucede nada en el mes de octubre estaré sorprendido. Yo pensaba que ello debía acontecer a fines de junio o en julio, pero no ha sido así, por eso pienso que probablemente se producirá en el otoño”. Pueden leer la entrevista entera aquí. El prelado americano está inquieto -muy inquieto diría yo-, para animarse a decirse tales palabras en Río de Janeiro, en medio de la apoteosis francisquista, y publicarlas en uno de los periódicos católicos más leídos de Estados Unidos.
Antes de entrar en el tema del post, se imponen otros comentarios inquietantes: hace no más de dos semanas, Omar Bello, un publicista del arzobispado de Buenos Aires, periodista ocasional de Perfil, y de cercanía con Bergoglio, autor de la última entrevista que concedió antes de ser elegido en papa, publicó un libro titulado El verdadero Francisco. Intimidad, psicología, grandezas, secretos y dudas del Papa argentino. Por el filósofo que más lo conoce. Lo compré hace unos días y lo estoy leyendo de a poco. No quiero atragantarme y que se me nuble el juicio pero, lo que hasta ahora puede percibirse, es que el actual papa es un personaje de cuidado, con una psicología digna de ser analizada por un especialista. Un solo detalle que me ha llamado mucho la atención: del libro se colige que Bergoglio es incapaz de establecer vínculos afectivos con nadie: ni con su familia de sangre, ni con su familia religiosa, ni con quienes lo rodearon en la Curia. Simplemente, usa a las personas y luego las deshecha. Bello le pregunta a un sacerdote muy cercano al entonces cardenal primado qué grado de verdad había en las acusación que le hiciera Verbitsky de colaborar en la desaparición de dos sacerdotes jesuitas durante los ’70. La repuesta fue: “No creo que sea cierto. Pero no te engañes por los motivos… Bergoglio nunca hubiera arruinado su carrera con semejante error” (p. 75). La probable protección de sus hermanos de religión no venía por el lados de los afectos y, mucho menos de la caridad…
Pero lo curioso es que el libro no tuvo casi difusión: apenas un recuadrito en las angostas columnas laterales del sitio web de Perfil y, a pesar de que apenas está editado, resulta imposible conseguirlo. Sus lugares de ventas -dado que fue editado por la revista “Noticias”- son los kioskos y no las librerías, pero por datos que tengo de amigos, tanto de Capital como del interior, el libro está desaparecido. Es muy raro que los medios de todo el mundo, a diferencia de la gran campaña publicitaria que hicieron  a la biografía escrita por Rubín, callen como lápidas frente a la aparición de este nuevo texto. Para aquellos que quieran leerlo - y es de lectura imprescindible si quieren saber quién es realmente el papa Francisco-, pueden descargar una versión PDF desde aquí.
Y para terminar esta larga introducción, debo decir me produjeron un cierto remezón las palabras con las que la Piketa finaliza su artículo de hoy en La Nación dedicado a criticar a los blogs ultraconservadores que atacan a Bergoglio. Concluye: “Imágenes que dieron vuelta al mundo y confirmaron que Francisco es un papa único, con una popularidad altísima, jamás vista y sin oposición seria, visible, en este momento”. Estas palabras, que a un neocon le resultan más deliciosas que un helado de Freddo, a un católico mínimamente instruido que leyó las Escrituras y reflexionó alguna vez en las profecías, le causa temor y desasosiego.
Pero vayamos al punto. Lo que más inquietud me ha producido en los últimos días ha sido escuchar la “charla” -como él mismo la definió-, que ofreció Francisco a los obispos del Celam durante el carnaval carioca. Pueden verla desde aquí.
Empecemos por los aspectos que, en estas circunstancias son secundarios pero que, en otra, no lo serían tanto. Es francamente apabullante la pobreza del discurso de este hombre. Utiliza un lenguaje ochentoso que me remonta a mis épocas de adolescente en las que tenía que escuchar a dirigentes de Acción Católica de cuarta categoría explicándome qué era la Iglesia. Un discurso plagado de lugares comunes de lo más mediocres y gastados, y sin el más mínimo cuidado por una oratoria al menos básica. Estoy convencido que un cura de barrio habla mejor que Bergoglio.
Podría llegar a entender, aunque jamás a justificar, que utilizara ese lenguaje vulgarmente coloquial y mediocre en una homilía dirigida a jóvenes de las periferias existenciales. Y digo que jamás lo justificaría porque pienso en los grandes predicadores que tuvo la Iglesia y el modo en el cual ejercieron su oficio. San Agustín predicaba a africanos del pueblito de Hipona que no eran precisamente habitués de la biblioteca de Alejandría, y San Vicente Ferrer lo hacía a aragoneses que difícilmente sabían leer o escribir. Sin embargo, por respeto a ellos y por respeto al mensaje que transmitían, sus homilías eran piezas de oratoria.
Nadie le pide a Francisco que sea el Crisóstomo, pero sí le pido un mínimo de respeto por su auditorio y por su investidura. Y cuanto más si, como es el caso, esta “charlita” no estuvo dirigida a los jóvenes acampantes en las playas de Río, sino a los obispos y cardenales de la Conferencia Episcopal Latinoamericana. ¿Cómo es posible que no tenga el más mínimo cuidado en el estilo? Y no se trata aquí, como dicen los medios, que el suyo es un estilo “llano y directo”. Se trata más bien de un estilo simplón, anodino y ñoño, aunque muy eficaz por cierto para convertirse en un atractivo animador de masas, aunque no ya en maestro.
Pero todo esto, que de por sí es grave, no es sin embargo lo más grave. Como dije, lo inquietante no son estas periferias estilísticas, sino el contenido del discurso consistente en una hermenéutica del documento de Aparecida. El núcleo presenta los dos desafíos que a juicio de Francisco tiene la Iglesia en la actualidad. Ellos son la renovación interna y el diálogo con el mundo. Me suenan bastante estas expresiones… Desde el malhadado Vaticano II que se viene diciendo los mismo. ¿Es que a Bergoglio y a sus obispos paniaguados -que no dejaban de tomar apuntes con obsecuencia mientras hablaba el pontífice-, no les resulta suficiente ya toda la renovación que hubo a lo largo de cincuenta años? ¿Es que, acaso, están tan ciegos e ideologizados para no admitir la evidencia de los resultados a los que la tan manida reforma llevó a la iglesia católica? Y el diálogo con el mundo, ¿ancora? ¿Más diálogo todavía? ¿Es que pretenden que el mundo cambie su rumbo luego de dialogar con la Iglesia? ¿O será que el mundo apenas si necesita encarrilarse? Pareciera que los obispos, y el papa Francisco entre ellos, ven en los pretendidos avances del mundo contemporáneo las verdades cristianas laicizadas. El espíritu libre que organiza y domina la materia, la moral fraterna de los derechos humanos que se funda sobre la eminente dignidad del hombre, la aspiración a construir el mundo nuevo donde reine la justicia… todos estos ideales del mundo son -dicen-, en su origen, verdades cristianas. Si el mundo nos persigue, se debe solamente a un malentendido. Los cristianos podemos comulgar sin ningún escrúpulo con los ideales de la humanidad de nuestro tiempo aunque, en apariencia, sean peligrosas para la fe. Pero se trata sólo de apariencias. Y si no, vean ustedes los millones de jóvenes que se congregan en las Jornadas Mundiales de la Juventud. ¡Qué ocasión inmejorable para convertir a esa marea de ateísmo, y gritarles: “Lo que ustedes buscan es precisamente lo que nosotros les ofrecemos. Seguramente, dudarán de que sea así, pero eso se debe a que la infidelidad de los cristianos y a los negocios turbios de la Curia Vaticana, que les esconde la verdadera naturaleza del cristianismo. Pero miren un poco más de cerca, y se darán cuenta de que se trata de la realización de sus más ardientes deseos…”. Para edificar la ciudad fraternal -a lo que llama el lema de las próxima de JMJ de Cracovia-, para establecer el triunfo definitivo del hombre y de sus derechos, para llevar al hombre a su edad adulta en la verdad que finalmente ha sido descubierta, en la libertad finalmente conquistada, los cristianos sentimos el corazón gozoso porque tenemos el secreto infalible. Estamos seguros de que la humanidad, una vez que se encarrile por la buena senda, reconocerá tarde o temprano la señal indicadora que está buscando y que presiente.
Claro el evangelio es la salvación del mundo, pero no se trata de un agradable licor que lo hace entrar en calor a través de una borrachera dulce y gozosa, mecida por las suaves brisas marinas de Copacabana. Se trata de un remedio terrible. Cuando el mundo lo gusta, dice como los hijos de los profetas a Elías: “La muerte está en la bebida”. Para el mundo, como para Dios, la encarnación es la cruz. 
El progreso del Evangelio en el mundo, tal como parece entenderlo el Nuevo Testamento, no es una seducción, ni una asunción progresiva ni tampoco una pacificación de toda realidad humana. El evangelio debe despertar en el mundo una hostilidad que estaba latente, y que será llevada a su paroxismo en los últimos tiempos. No se trata de negar que el evangelio deba fructificar en las almas, ni que su fruto se manifieste a través de toda clase de obras por las que los hombres glorifiquen al Padre. Pero será una obediencia necesariamente dolorosa la que hará nacer ese fruto y, finalmente, deberá sufrir la prueba del fuego.
Esta inhabilidad del papa Francisco para juzgar la realidad lo lleva, además, a llenarse la boca hablado de “colegialidad” y reclamando la plena implementación de consejos diocesanos y parroquiales. No puede evitar que se me vengan a la memoria, por un lado las sabias palabras del cardenal Newman que sostenía la incapacidad de todas las comisiones para producir algo mínimamente valioso y, por otro, lo que dice Bouyer en sus memorias al reflexionar sobre su participación en el Vaticano II: “Luego de estas variadas experiencias, se comprenderá que no he conservado gran cosa de mis entusiasmos juveniles por la “conciliaridad” en general, y mucho menos todavía sobre esta conciliaridad de bolsillo que hoy se llama abusivamente “colegialidad”, en la que algunos malvados, utilizando triquiñuelas, hacen creer a los “grandes personajes” que integran esos órganos colegiados, que están tomando decisiones que, en realidad, otros han tomado en lugar suyo”.
Pero lo que más preocupa es que, cuando el papa Francisco habla de los problemas que acechan a la Iglesia hace referencia a los pelagianos restauracionistas, que vendríamos a ser nosotros. Sostiene que afirmamos que algo anda muy mal en la Iglesia y que como solución aspiramos a restaurarla en lo que fue en el pasado. Disculpen mi ingenuidad, pero siempre creí que los últimos papas tenían el mismo diagnóstico: la Iglesia se encuentra en serios problemas, aunque diferimos en las soluciones que debe aplicarse. Pensé incluso que el mismo Francisco pensaba igual. Y lo terrible es que no es así: para él la Iglesia, tal como está, está bien, porque esa Iglesia del pasado es solamente memoria en la que Dios estuvo pero ya no está. Dios se manifiesta ahora en la Iglesia actual. Dicho de otra manera, no hay reforma alguna que hacer porque nada está deformado. Sólo habrá que modificar aquellas  estructuras caducas -son palabras suyas- y, a lo sumo, hay que encarar una “renovación” interna, es decir, innovar todavía más.
Francamente, es aterrador. Con el papa Benedicto todos esperábamos, basados en datos concretos y claros, que poco a poco la Iglesia se iría encaminando hacia una restauración. Se tardaría décadas, pero era posible. La teatralización de esa voluntad política era, a mi juicio, los signos de restauración litúrgica, por ejemplo, en las ceremonias pontificias.
Con Bergoglio en el solio de Pedro, olvidémonos de todo eso. No hay “reforma” ni “restauración” porque, a su juicio, no hay nada que reformar o que restaurar. Lo que hay que hacer es innovar; hacer de nuevo todo, continua y constantemente.
La “charla” de Francisco a los obispos del Celam dibuja que la Iglesia que él quiere es una Iglesia con “experiencia de pueblo” (son sus palabras). Se trata de una Iglesia prisionera de una mera dinámica social. Recordé de pronto su primera homilía luego del cónclave: allí definió a la Iglesia como movimiento. Claro, a la luz de la charlita carioca, se trata de un movimiento prisionero de las estructuras sociales en el que no hay lugar para lo sobrenatural. No es, por cierto, el movimiento del Espíritu, de ese Viento Santo del que hablábamos hace poco, que se mueve y va y viene por donde quiere.

Vi el video de la charla pontificia ayer, fiesta de la Transfiguración del Señor, una de las más importantes del calendario litúrgico. Y a la tarde, tal como tenía previsto, repasé el oficio de las vísperas y de los maitines de la fiesta según el rito bizantino. Se trata de una composición maravillosa, redactada a lo largo de los siglos por los grandes Padres y Santos de nuestra Iglesia, donde se combinan los textos bíblicos y la poesía más sublime para recordarnos que, en el Tabor, Nuestro Señor se mostró en la belleza de su Esencia Original a fin, no solamente de ayudarnos a atravesar el Gólgota de este mundo, sino también de recordarnos que ese es nuestro fin y es a esa gloria a la que nos llama (pueden bajar el texto del oficio desde aquí).
Cuando terminé mi lectura, no pude evitar una desconcertante certeza: la Iglesia que compuso y que rezó y que reza aún hoy ese oficio y que, porque lex orandi, lex credendi, cree en eso que reza, no es la iglesia de la que nos habla Francisco. No puede ser la misma. Son cosas distintas, si es que el principio de no contradicción tiene alguna validez. Una nos llama y nos recuerda la inconmensurable gloria y alegría del cielo; la otra, nos involucra en una dinámica inmanente que aspira que los niños no tengan hambre, sin importar que su formación sea cristiana, judía o musulmana.

La verdad, mete miedo. 

viernes, 2 de agosto de 2013

Historias de dos papas



Desde hacía algunas semanas que me venía rondando en la cabeza el recuerdo del Cisma de Occidente, cuando la Iglesia tenía dos papas -y hacia el final incluso tres-, y no se sabía cuál de los dos era el verdadero. Y me decía: “Es lo que sucede ahora. Tenemos dos papas”. Pero enseguida espantaba a ese demonio respondiéndole: “Tenemos un solo papa. El otro es papa emérito”, y de ese modo me tranquilizaba.
Pero el papa Bergoglio, en la infeliz entrevista que concedió en pleno vuelo de regreso a Roma y que, a mi entender, hizo un click puesto que comenzó a develar su verdadero rostro, habló de la existencia de dos papas. Esto es lo que dijo según la Piqué:
"La última vez que hubo dos papas o tres papas no se hablaban entre ellos, se estaban peleando para ver quién era el verdadero. Tres llegó a haber durante el Cisma de Occidente. Hay algo que califica mi relación con Benedicto: yo lo quiero mucho. Para mí es un hombre de Dios, humilde, que reza. Fui muy feliz cuando fue elegido Papa. Y también cuando renunció; para mí fue un ejemplo de un grande, un hombre de oración", dijo Francisco. Él ahora vive en el Vaticano y algunos me preguntan: «Pero ¿cómo se puede hacer esto, dos papas en el Vaticano?, ¿no te molesta, él no te hace la revolución en contra?». Todas las cosas que dicen, ¿no? Pero yo encontré una frase para esto: es como tener al abuelo en casa, pero el abuelo sabio. En una familia el abuelo está en casa, es venerado, es amado, es escuchado. El es un hombre prudente, no se mete", agregó.
Más allá de lo ofensivo que resulta llamarle “abuelo” al papa Benedicto XVI cuando le lleva menos de 10 años, se refiere a él como papa. Que renunció, es verdad que dice en un momento, pero lo trata como papa. Y menciona de modo expreso el Cisma de Occidente.
Vale la pena repasar ese momento histórico de la Iglesia. Les propongo una síntesis que, en cuanto tal, dejará de lado detalles y hechos importantes. Para quienes quieran profundizar les apunto la bibliografía que he consultado. En primer término, el libro que considero más completo y autorizado sobre la vida de Pedro de Luna o papa Benedicto XIII de Avignon que será el principal protagonista del Cisma: Luis Suárez, Papa Luna, Ariel, Barcelona, 2002. Y dos completas historias de la Iglesia: la de Llorca - Villoslada, editada por la BAC en cuatro tomos. El tema que nos ocupa se encuentra en el tomo III, pp. 183-268, en la edición de 1960. Y la Histoire de l'Eglise du Christ de Daniel Rops, en el tomo titulado “L’Église de la Renaissance et de la Reforme”.
Desde hacía varias décadas los papas vivían en Avignon y eran franceses. Toda la cristiandad sabía que la situación era anómala y que los pontífices debían regresar a la sede romana. Finalmente pudo lograrlo el papa Gregorio XI pero murió al poco tiempo de llegar a la Urbe. Era necesario entonces elegir un nuevo papa y esta vez el cónclave, después de mucho tiempo, tendría lugar en Roma. Los cardenales que allí se encontraban (eran unos quince), sin esperar la llegada de otros varios, comenzaron la reunión eleccionaria el 7 de abril de 1378, apenas diez días después del fallecimiento de Gregorio.
El ambiente en el que se realizó el cónclave era complicado ya que el pueblo romano exigía un papa romano, y expresaban sus exigencias con gritos, tumultos y palos: “Romano lo vogliamo o almanco italiano”, vociferaban en la plaza de San Pedro. Al día siguiente de comenzada la reunión, y mientras los cardenales escuchaban los gritos de la multitud, un obispo se acercó a la puerta del reciento y por una pequeña abertura les advirtió a los purpurados: “Daos prisa señores, porque corréis el peligro de ser descuartizados si no elegís pronto un papa italiano o romano; los que estamos fuera juzgamos del peligro mejor que vosotros”. Los cardenales, que tampoco en esa época se distinguían por su valentía, se apresuraron a elegir al arzobispo de Bari -que no era cardenal aunque todos lo conocían como hombre piadoso y ejemplar-, y que tomó el nombre de Urbano VI. Dos días después, los cardenales le prestaron obediencia. El pueblo feliz y los cardenales tranquilos.
Pero nadie esperaba que al que creían ejemplar obispo se transformara en lo que se transformó una vez elegido papa. “Se tornó despótico, duro, violento, descomedido, llegando en su imprudencia y desatino a términos casi patológicos”, dice Villoslada que, vale decirlo, es un historiador oficialista. Su obsesión era la reforma de la curia romana, que ciertamente necesitaba ser reformada, pero para hacerlo se desahogó en una violenta invectiva contra los vicios de los cardenales y obispos, a quienes trataba como patrón de estancia y no tenía reparos en ofender o insultar. Sus frases preferidas eran: Omnia possum et ita volo y Ego intendo mundare Ecclesiam et ego mundabo. Concluye el mismo Villoslada que Urbano VI fue un perturbado mental y un papa funestísimo para la Iglesia.
Esta situación se produjo pocos días después de la elección y cuando todos los cardenales de la iglesia se encontraban en Roma. Decidieron, entonces, retirarse a Anagni y de allí, por temor a Urbano que había enviado tropas para prenderlos, a Forli, ciudad que se encontraba ya en el reino de Nápoles. Y emitieron una declaración en la cual aseguraron que la elección del papa había sido nula ya que ellos la habían hecho extorsionados por la turba y que, en caso de haber sido libres, no habrían elegido al obispo de Bari.  Por tanto, Urbano no era papa, y se debía elegir uno. Esto hicieron, y en el primer escrutinio fue elegido el cardenal Roberto de Ginebra que tomó el nombre de Clemente VII, y luego de un tiempo en Nápoles, regresó a Avignon.
Comenzaba de este modo el cisma de Occidente que duraría cuarenta años. Todavía hoy se discute acerca de cuál de los dos papas era el verdadero, y hay una biblioteca de historiadores que se vuelca por uno, y otra que se vuelca por el otro. Posteriormente, la Iglesia reconocerá que los papas verdaderos eran los romanos -vale decir, que Urbano VI había sido elegido canónicamente-, pero la cosa nunca quedó clara.
Frente a una Iglesia con dos papas, la cristiandad se dividió en dos. El Sacro Imperio, Inglaterra, Venecia y todo el norte italiano permaneció en la obediencia de Urbano, mientras que Francia, Nápoles, Castilla y Aragón y Escocia, reconocían a Clemente. Portugal, como siempre, iba y venía según mejor le convenía.
La división fue similar entre los obispos, entre las mismas órdenes religiosas, que solían tener dos superiores generales, en las diócesis, con parroquias que eran fieles al papa de Roma y otras al de Avignon. Lo normal era que los habitantes de una determinada nación siguieran la obediencia de su soberano, pero ni siempre ocurría eso. Cada persona, en el fondo, elegía obedecer al papa que consideraba legítimo.
Entre los mismos santos de la época se produjo la división. Santa Catalina de Siena era partidaria del papa Urbano y hablaba pestes de Clemente, al que consideraba un diablo, y San Vicente Ferrer, fiel al papa Clemente, predicaba con fuerza contra Urbano. Santa Cristina de Suecia y los fundadores de la Devotio moderna, Gerard Groote y Florencio Radewijns era urbanistas. Santa Coleta de Corbie, reformadora de las clarisas, y el beato Pedro de Luxemburgo eran clementistas. La cosa no estaba clara para nadie.
Como Urbano se quedó sin colegio cardenalicio, creo de un golpe 29 nuevos cardenales. Murió en 1389 y en su lugar fue elegido Pedro Tomacelli que tomó el nombre de Bonifacio IX. Éste murió en 1404 y su sucesor fue Inocencio VII.
En tanto, Clemente VII retirado en la fortaleza de Avignon, murió repentinamente en 1394. En su lugar, fue elegido papa el cardenal aragonés Pedro de Luna que tomó el nombre de Benedicto XIII, y que permanecerá en su trono hasta el fin del cisma. Es importante tener en mente el detalle de que todos los cardenales que participaron de su elección, incluido el mismo Pedro de Luna, hicieron previo al cónclave, un juramento según el cual se obligaban a trabajar con todas sus fuerzas para la unión de la Iglesia y, en caso de ser necesario, el elegido renunciaría al papado sin con eso se aseguraba la unidad. La referencia era a la llamada via cessionis, y que consistía en que ambos pontífices renunciaran al mismo tiempo y se eligiera un nuevo papa.  
La Universidad de París, que era en ese momento el centro intelectual de la cristiandad, comenzó a pensar soluciones para acabar con el cisma. La idea era convocar un concilio ecuménico que eligiera un nuevo papa y que previamente depusiera a los dos existentes. Pero no era esta una situación sencilla ya que ni el papa avignonés ni el papa romano estaba dispuestos a permitir que un concilio los juzgara. Por otro lado, sin la convocatoria y aprobación de un papa, ningún concilio sería válido y las decisiones que de allí surgieran podrían ser contestadas. Esta idea original se irá desarrollando y terminará con posturas más radicales, el conciliarismo de Marsilio de Padua entre otros, que afirmarán que el concilio es superior al papa.
Los franceses no estaban contentos con el papa Benedicto XIII por varios motivos, políticos en su mayoría, y porque ya se asomaba el galicanismo. Los maestros parisinos propusieron entonces un nuevo concepto: la sustracción de obediencia. Simón Cremaud, uno de los principales intelectuales, afirmaba que “cuando el obrar del papa produce escándalo en la Iglesia, el papa no debe ser obedecido”. Otro, Pedro Le Roy, escribía: “La potestad del papa está condicionada y limitada por la naturaleza de su misión, que es apacentar su rebaño con el ejemplo, la palabra y la doctrina. Nadie está obligado a obedecer cuando los preceptos no se conforman a la ley natural, a la ley evangélica o a la ley de la Iglesia”. A partir de esta base teórica, el 27 de julio de 1398, el reino de Francia se sustrajo de la obediencia del papa Luna.
Se trata de un concepto interesante, ya que los franceses no hablaban de que Benedicto XIII fuera un papa ilegítimo, o de que la sede estuviera vacante; simplemente, consideraban que no había sido fiel a su juramento de buscar la unidad de la Iglesia y, por tanto, no le obedecían. Más aún, en ninguno momento nombran o hacen referencia al papa de Roma, ya que daban por supuesto que era un intruso e ilegítimo pontífice.
Esta situación, con idas y vueltas, y adhesiones y des-adhesiones de otros reinos, durará varios años, y obligará al papa Benedicto a huir de un lugar a otro, disfrazado en una ocasión de monje cartujo para no caer en manos de las tropas francesas que lo perseguían.
En 1407 muere el papa romano Inocencio VII y es elegido en su lugar Gregorio XII, quien también jura antes de su elección renunciar a la tiara si hace lo propio su rival. Las disputas políticas impedirán que ambos pontífices puedan encontrarse a fin de llegar a un acuerdo y el cisma seguirá dividiendo a la Iglesia en porciones geográficas más o menos equivalentes.
Pero la situación se complicaría aún más porque en 1409 se celebra en Pisa un nuevo concilio -que no será reconocido luego por la Iglesia- pero que, sin embargo, reúne a un buen número de cardenales y obispos de ambas obediencias. Luego de declarar contumaces a los dos papas, los conciliares proceden a elegir a un nuevo, el cardenal de Milán Pedro Philaretus, que se hará llamar Alejandro V. En la cristiandad habían ya tres papas. Alejandro muere al año siguiente y, en su reemplazo, es elegido Juan XXIII.
La situación no daba para más. A estos gravísimos problemas religiosos se sumaba la cercanía de los turcos que presionaban al imperio desde el este y conatos de herejía e independencia política en Bohemia bajo el liderazgo de Juan Hus. Estaba en peligro la cristiandad entera. El emperador romano-germánico, Segismundo, presionó a Juan XXIII y éste convocó a un concilio, único modo posible de solucionar el problema. Se realizó en Constanza y comenzó a sesionar en 1414. Durará tres años y, en este periodo, el papa romano, Gregorio XII reconocerá al concilio como válido y abdicará a fin de permitir la unidad. Juan XXIII, en cambio, se niega a renunciar y deberá ser depuesto por el concilio. En ese momento, el único que queda como papa es, entonces, Benedicto XIII, aragonés y tozudo. Cuando se le pide que renuncie según había sido su compromiso, afirmó que renunciaría con tres condiciones: las dos primeras no eran problemáticas, pero la tercera sí. En buena lógica, al papa lo eligen los cardenales. Pero ¿quiénes eran cardenales legítimos en ese momento? Los que había nombrados por el mismo papa Luna, por los papas romanos y por los papas de Pisa no podían ser legítimos en tanto el papa que los había creado tampoco lo había sido. La única solución, explicaba Benedicto XIII, era que el nuevo papa fuese elegido por los cardenales que participaron en el cónclave que eligió a Urbano VI, que eran indiscutiblemente legítimos. Pero el único cardenal de ese grupo que quedaba con vida era él. Por tanto, la condición de Pedro de Luna era que él elegiría al nuevo papa haciendo juramento de no elegirse a sí mismo. Por supuesto, tal condición no fue aceptada por los padres conciliares.
Aquí se produce entonces una situación muy dolorosa, puesto que el rey Fernando I de Aragón, que siempre lo había sostenido como papa, y lo propio había hecho toda la familia de los Trastámara, y San Vicente Ferrer, que había sido el gran adalid y confesor de Benedicto XIII, deciden retirarle su obediencia y someterse al concilio. Afirman que el viejo papa Luna -tenía casi noventa años- debía ser fiel a su juramento y renunciar, ya que eso mismo habían hecho sus rivales. Finalmente, el cónclave ad hoc que se realiza en Constanza elige como nuevo papa Martín V que, con toda inteligencia, la primera medida que toma es disolver el concilio. De ese modo, se vuelve a la unidad de la Iglesia.
Benedicto XIII se refugiará en Peñíscola, un torreón rocoso unido al continente por una lengua de arena en las costas valencianas, y vivirá allí hasta su muerte rodeado de unos pocos fieles. Antes de morir, crea 5 cardenales, quienes elegirán un nuevo papa, el que, una vez coronado, renuncia. De esa manera, se afirmaba la legitimidad de Benedicto pero se volvía a la unidad. Algunos dicen que se continuó con la línea sucesoria del papa Luna y hoy habría escondido en algún lugar un papa llamado Benedicto XL. Hay una muy linda y entretenida novela de Jean Raspail sobre el asunto, de lectura recomendable. Se llama El anillo del pescador.
Conclusiones
Creo que se pueden sacar de este episodio histórico varias conclusiones interesantes y que darían para ser utilizadas como clave de lectura de la situación actual, lo cual pienso hacer en un próximo post. Veamos:
1. Hay que desterrar definitivamente la idea absurda y neocona de que los cónclaves son pacíficas reuniones de inocentes ancianitos en las que el Espíritu Santo se posa mansamente sobre ellos para indicarles quién debe ser el nuevo papa.
Por el contrario, los cónclaves son reuniones borrascosas -algunos lo serán más, otros menos-, en los que se discute, se trama, se hace lobby, se firman pactos, se grita y hasta se aporrea.
2. En los cónclaves no siempre las cosas salen bien y el elegido en apariencia puede no serlo en la realidad. Y me refiero a lo siguiente: un acto voluntario realizado por coacción -como el que hicieron los cardenales electores de Urbano VI- es un acto hecho por miedo. Según Aristóteles y toda la moral católica, estos son actos complejos puesto que tienen una parte de voluntario y otra parte de involuntario. En esta circunstancia concreta los cardenales eligen positivamente a Urbano porque, si no lo hacen, cuando salgan del cónclave los descuartizan el pueblo romano, y en este sentido el acto es voluntario. Pero, si esa circunstancia no existiera, nunca lo hubieran elegido, y en este sentido es involuntario.
3. La Iglesia pasó un periodo más o menos prolongado con dos papas, poseyendo ambos argumentos suficientes para considerarse el legítimo sucesor de Pedro, y las personas doctas y santas de la época se dividieron en apoyo de uno o de otro. Es decir, las cosas no siempre son claras como a nosotros nos gustarían y, en muchos casos, hay que seguir la recta conciencia de cada uno.
4. La noción de sustracción de obediencia, más allá de poseer una genética galicana, es interesante. No se discute la legitimidad de un pontífice ni, mucho menos, se afirma la vacancia de la Sede Apostólica. Simplemente, se considera que el papa no está cumpliendo con su deber (ver las expresiones de Cremaud y Le Roy expuestas más arriba) y, por tanto, se le sustrae la obediencia.
5. El papa romano Gregorio XII renuncia. Es el último papa renunciante antes de Benedicto XVI. Gregorio, luego de su renuncia, se convierte en arzobispo de Porto y Decano del Sacro Colegio. Es decir, vuelve a ser el cardenal Corrario. Lo mismo había sucedido con el papa Celestino que también había renunciado: se retira a un monasterio como Pietro de Morrone. Nunca existió en la Iglesia, en circunstancias semejantes, la figura de “papa emérito”, o “papa abuelito” como lo llamó a Ratzinger el impresentable de Bergoglio.
6. Las soluciones a las situaciones complejas de la Iglesia algunas veces pueden venir de parte de los fieles laicos y no de los pastores. En el Cisma de Occidente, los que complicaban todo eran los obispos y los papas reinantes. Con diversos matices, los que mejores se portaron fueron laicos: el rey de Aragón Martín el Humano, en la primera parte del Cisma, y el emperador Segismundo en la segunda, que obligó a los papas y cardenales a ponerse de acuerdo.

Seguramente se podrán sacar más conclusiones. Las espero en los comentarios.