lunes, 30 de mayo de 2011

Es simple, es mero cristianismo


Jack Tollers nos recuerda un texto de Castellani acerca de la simplicidad de la vida cristiana, y de las imposiciones de la espiritualidad barroca en la que fuimos formados:

"Religión es “religación” o unión amorosa con Dios, no espantamientos contra un “destino” inexistente, que los idólatras de todos los tiempos han creído inexorable, por ignorar y menospreciar de hecho la maravillosa intervención de la Divina Providencia. La tranquilidad ante el mañana incierto, el hombre verdaderamente religioso lo obtiene “por añadidura” (Mt. VI:33). Además, toda violencia, miedo y tristeza no suele ser de Dios. La misma vida devota no es un conjunto de prácticas y reglas fastidiosas, que fraccionan la vida, pero son ineludibles; una lucha contra los deseos permitidos que es necesario trabar para vencerse; en fin, la ejecución de lo más molesto para salir victorioso de sí mismo. (Y, sin confesarlo, ¡se saborea la victoria!). 
Pues bien, ¡no, no y no! Todo esto es estar en el abecé de la vida espiritual; es no haber comprendido el esplendor de Dios y del hombre. La verdadera piedad, el amor verdadero, es una vida: una vida transformada, una vida apacible, llena de confianza en Dios; una vida gozosa, porque es libre, una vida amante, porque se nos ha dado, una vida de maravillosa dilatación del alma… ¡una novedad de vida! Una de las cosas más sorprendentes del Cristianismo para el que lo mirase como una mera regla moral, sin espiritualidad, es ver cuántas veces los reprobados por Dios son precisamente los que quierenmultiplicar los preceptos, como los fariseos de austera y honorable apariencia; mientras en la Epístola a los Gálatas, San Pablo lucha por quitar preceptos en vez de ponerlos, con gran escándalo del beaterío de su época. 
Es esto un ejemplo notable para comprender que lo esencial, para Evangelio, está en nuestra espiritualidad; es decir, en la disposición de nuestro corazón para con Dios. Lo que Él quiere, como todo padre, es vernos en un estado de espíritu amistoso y filial para con Él, y de ese estado de confianza y de amor hace depender, como lo dice Jesús, nuestra capacidad (que sólo de Él viene) para cumplir la parte preceptiva de nuestra conducta.
Desde el Antiguo Testamento, que aún ocultaba bajo el velo de las figuras los insondables misterios del amor que el Padre había de revelarnos en Cristo, descubrimos ya, a cada paso, a ese Dios paternal y espiritual, cuya contemplación nos llena de gozo, y que conquista nuestro corazón con la única fuerza que es capaz de hacernos despreciar al mundo: ¡El amor! (Charles, Bloy, Straubinger). "
Domingueras Prédicas II, p. 268, nota 7.

martes, 24 de mayo de 2011

Optimismo sub 30



El comentario del sub-30 que “quiere seguir a Cristo” despertó, con razón, una serie de respuestas, todas ellas valiosas.
Me permito entonces, responder también al amigo desanimado, insistiendo con algunas ideas recogidas de Bouyer.
Creo yo que el problema está en pretender que el mundo debe ser convertido a Cristo, y nuestro empeño descomunal para lograrlo. Nos olvidamos de las palabras del mismo Maestro: “Mi Reino no es de este mundo. Si fuera de este mundo, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de este mundo”. Nosotros, como Pilatos, también nos empeñamos en convertir a este mundo, y a este país, en el Reino de Cristo. Y si eso quisiera Él, ya habría hecho lo suficiente para que así fuera.
También San Pablo ardía en deseos de implantar el evangelio en todo el mundo conocido. Sin embargo, su idea de la evangelización del mundo no abarcaba la idea de que todo el mundo podía adherir al evangelio. En ninguna parte San Pablo parece adherir a la esperanza o al sueño de las adhesiones masivas. Y lo que no espera para su tiempo, mucho menos lo espera para el futuro mediato. Está lejos de creer que la hostilidad del mundo hacia el evangelio que percibe en su tiempo se fundiría como hielo bajo el sol, cuando fuera proclamada la Buena Nueva.
Los Sinópticos nos reportan la parábola de la cizaña, aquella que es sembrada con el trigo, y cuyo desarrollo está ligado al del trigo, hasta la cosecha final que asegurará, al fin, la separación de ambos, y no la conversión in extremis de la cizaña en trigo, sino su destrucción en el fuego. Esta parábola nos muestra un desarrollo del evangelio en el mundo o, mejor todavía, un desarrollo del evangelio insertado en el mundo. Pero no muestra en absoluto una fusión progresiva del evangelio en el mundo. Lejos de una tendencia a unirse, vemos que el mundo crece para ahogar al evangelio, y éste, por su parte, crece para subsistir victorioso hasta la cosecha, pero sin ninguna esperanza de un triunfo previo.
El progreso del Evangelio en el mundo, tal como parece entenderlo el Nuevo Testamento, no es una seducción, ni una asunción progresiva ni tampoco una pacificación de toda realidad humana. El evangelio debe despertar en el mundo una hostilidad que estaba latente, y que será llevada a su paroxismo. No se trata de negar que el evangelio deba fructificar en las almas, ni que su fruto se manifieste a través de toda clase de obras por las que los hombres glorifiquen al Padre. Pero será una obediencia necesariamente dolorosa la que hará nacer ese fruto y, finalmente, deberá sufrir la prueba del fuego.
Los primeros cristianos, contrariamente a nuestra sensación, se sentían invencibles, porque estaban seguros de haber descubierto la salvación del mundo, o más exactamente, de haber sido ellos mismos encontrados por el Salvador del mundo. Su fe no necesitaba la aprobación del mundo. Ella era, precisamente, la victoria sobre el mundo. Y lo era porque esa misma fe les aseguraba que había Alguien que era más grande que el mundo. Y esto era lo que los hacía indemnes a toda falsa modestia y a todo respeto humano en su testimonio. Como todos los verdaderos humildes, no tenían escrúpulos en que se los creyera orgullosos. Ellos se sabían arrancados del poder de las tinieblas y transportados al reino de la luz por una fuerza que no era la suya. Esta seguridad estaba estrechamente ligada a su convicción de la intervención divina en su propia historia como así también en la historia del mundo.
Estos cristianos antecesores nuestros estaban convencidos que “El Hijo de Dios vino al mundo para salvar al mundo”, y el mundo lo crucificó, pero Dios lo resucitó. Y que lo que había sucedido con Cristo, sucedería con ellos. Es verdad que iban al mundo para llevar a los hombres la palabra de salvación y de reconciliación, el evangelio del ágape, pero sabían que lo único que podían esperar del mundo era la cruz. Pero como la cruz de Cristo los había arrancado del mundo, así arrancarían a muchos hermanos completando en ellos lo que faltaba a la pasión de Cristo. Y como Dios había intervenido para transformar, después de su muerte, la aparente derrota de Cristo con el triunfo de su resurrección, así esperaban ellos para el fin de los tiempos la misma intervención. No esperaban una victoria que suprimiera la cruz, sino una victoria por la cruz. No una victoria alcanzada por el esfuerzo humano, ni siquiera el esfuerzo del Hijo de Dios hecho hombre, sino una victoria dada por la intervención del Padre, que resucitó a su Hijo sólo después de haber permitido el sufrimiento en Él. En una palabra, esperaban la victoria de la parusía.
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar estas concepciones tradicionales? ¿Por qué nos inclinamos tan rápidamente a pensar que seremos capaces de lograr, si prolongamos suficientemente la historia, la conversión del mundo y de la Argentina, todo aquello que sólo Dios podrá hacer únicamente poniendo fin a este eon y arrancándonos de él por un acto soberano? Quizás la razón sea que no nos tomamos en serio la libertad que el Creador concedió a la creatura. Los dos elementos están estrechamente ligados: la terca persuasión de que seremos capaces de cumplir una tarea totalmente divina y el rechazo obstinado a creer que el hombre pueda rechazar de un modo definitivo la salvación. Y es porque no creemos en la inmensidad de la libertad, don de Dios al hombre, que nos complacemos en vano en obtener lo que sólo corresponde a Dios. Aún más, Dios nunca nos prometió ni siquiera que Él mismo obtendría una conversión total del universo. Lo único que nos prometió es que en la maraña inextricable de las voluntades obedientes y rebeldes, el Evangelio tendrá por efecto el fijar un mundo flotante entre el bien y el mal, y entonces Él intervendrá en su momento para obrar el acto que imposible a cualquier otro.
La historia es una progresiva, y muy real y muy autónoma maduración. Pero esta maduración tiende hacia una dualidad; no hacia la unidad. La Encarnación no tiene como finalidad el polarizar a todos hacia el Bien, sino la de hacer posible que no todos se polaricen hacia el Mal. Ella no suprime, sino que restaura la libertad de la criatura.
Tal como aparece claro en los Sinópticos, en San Juan y en San Pablo, la Encarnación supone siempre el mismo dato: el mundo ha perdido su libertad y se trata de que la recobre. El mundo, creado libre por Dios, cayó en la esclavitud. El mal, o más exactamente el Maligno, es el príncipe de este mundo, es decir, un tirano quiere que permanezca en el pecado y en la muerte. Es para romper esta fatalidad que el Verbo se hizo carne, que el Hijo tomó la condición de esclavo. No fue para “sustituir” una tiranía mala por una buena, sino para suprimir la tiranía.
La obra de división que el Verbo, tal como una espada de doble filo, ha comenzado a realizar, no es más que preparatoria. Tal como su muerte en la cruz fue el preludio necesario a la resurrección, la división es el preludio de una reunión y de una reconciliación eterna. Pero esta reunión es esencialmente obra de la libertad, porque esta reconciliación es obra del amor, y el amor esclavo es un contra-sentido.
Y de esto resulta que la historia humana, luego de la Encarnación, desde un punto de vista se convierte en la historia de la libre unión de aquellos que se abrieron a la posibilidad recreadora del amor y, desde otro, en la historia de la unión no menos libre de aquellos que la rechazaron. Sólo la fe es capaz de ver la realidad invisible de la primera unión sobre la realidad demasiado visible de la segunda. Por eso, el más grave error que podemos cometer, es confundir el plan de la fe con el plan de lo que vemos.
Entonces, amigo sub 30, no se preocupe por haberse perdido Malvinas, Tacuara y las glorias del nacionalismo. Alégrese, pero alégrese fuerte, porque el triunfo, al final, será nuestro, aunque tendremos que pasar antes por el fuego. Porque el triunfo no es “Sancho gobernador”; el triunfo es nuestra unión en el ágape divino del Cordero. 

lunes, 23 de mayo de 2011

La reflexión del Coronel



Hace unos años, Tollers escribió en este mismo blog una entrada memorable. Decía en ella, entre otras cosas, que hasta Alfonsín, Menem y De La Rúa tenían algo de argentinos (de los de antes), pero que los K eran otra cosa, representaban algo totalmente ajeno a este país.
Creo yo que eso que Tollers pudo ver con tanta agudeza, es simplemente sintomático de lo que es este país. Ya hay una generación entera, la de los menores de 30 años, que no conoció a los viejos argentinos. Hay otra generación, la que le sigue, la de los que están entre los 30 y 50 años, que fue formada (o deformada) en democracia ("con la democracia se educa", remember?), a la que se le hizo un importante lavaje cerebral en la escuela, la universidad (el fin del CBC decía uno de sus ideólogos es extirpar las ideas "fascistas" de la clase media) y --sobre todo-- la televisión.
Todo esto convierte a estas generaciones en impermeables a nuestro mensaje, que al fin y al cabo, tampoco es nuestro. 
No será el hombre nuevo de los soviets, pero ciertamente estamos ante un hombre nuevo... y al hombre nuevo le molesta el "hombre viejo", aquél que todavía cree en las virtudes masculinas de que también nos habló J. Tollers en este blog hace tiempo. 
Lo que predominan ahora son las virtudes femeninas, aunque enloquecidas como predijo Chesterton, como vaciadas de sentido y falseadas, sobreviviendo sólo su caparazón y superficialidad, conceptos desenraizados de sus principios eternos. Pensemos en la bendita "tolerancia", que ya no tiene que ver con el soportar un mal inevitable, sino con un igualar opciones y alternativas que nos son indiferentes. Pensemos sino en la victimología de que habla Girard, tan característica de nuestro tiempo donde todos son víctimas de algo... excepto los cristianos que van convirtiéndose en los únicos victimarios y, por tanto, en la única canalización posible para terminar --creen-- con los males contemporáneos.
Ya no son los viejos ateos los que están contra la Iglesia --al menos aquella parte de la Iglesia que aún cree en lo que siempre creyó--, ya no son (principalmente) los marxistas, los anarquistas, los masones. Ahora los que encuentran en la Iglesia un obstáculo, el último obstáculo quizá para alcanzar la felicidad del paraíso en la tierra, son los tolerantes, los "alegres" y orgullosos, los consumistas y los popes del Márketing, los medios de difusión y los pornógrafos, los usureros y los que compran el último electrónico en 30 cuotas, los voluntarios de las ONGs y los activistas sociales católicos...
Al fin y al cabo, lo que molesta es que alguien pretenda "ser dueño de la verdad", y no sólo proclamándola desde los tejados, sino --peor-- poniéndola en práctica con su propia vida. "La verdad" (con o sin mayúscula), si acaso existe --cosa que no preocupa pensar demasiado--, es cosa de cada uno, de su fuero íntimo (lo más íntimo posible, si no se ve, mejor).
Aquél que pone la verdad en la práctica de su vida diaria, debe estar dispuesta dar testimonio de ella, ante un mundo que le echa en cara, sin esperar respuesta, "¿Qué es la verdad?" Y quizá este mundo cree que ya va siendo tiempo de que "todo aquél que es de la verdad", siga la misma suerte que su maestro hace 2000 años.
(Perdón, amigo Wanderer, por la extensión de esta reflexión de domingo a la noche.) 
Coronel Kurtz

sábado, 21 de mayo de 2011

La guerra del bicho verde



En el suplemento Ñ de Clarín de la semana pasada, una tal Dolores Gil presenta una novela de Alessandro Barrico titulada “Emaús”. Da la impresión que el libro no vale mucho, y no estoy dispuesto a comprobar la veracidad o falsedad de la afirmación. Sin embargo, me interesa comentar algunas expresiones de la reseñadora. Dice “Baricco… no sólo escribe una novela de formación en tiempos en que habría que pensar qué sentido tiene relatar una experiencia que devenga aprendizaje, sino que además su novela trata sobre cuatro adolescentes de clase media cuya principal seña de identidad consiste en ser católicos: creen en Dios, no penetran a sus novias y se dedican a la acción social mientras observan a los demás con cierto horror fascinado”.
Dolores Gil, que vive en Buenos Aires y aparentemente es egresada de Letras Clásicas de la UBA, no nos entiende. Para ella, los adolescentes católicos, y los católicos en general, habitamos en una zona de extreneidad tal que ni siquiera provocamos en ella rechazo. Sencillamente, no nos entiende. No pertenecemos a su mundo. Somos más raros que bicho verde.
No es nuevo, por cierto, que los católicos seamos considerados extraños. Pensemos, por ejemplo, en los tiempos de la Revolución Francesa, cuando eran relegados o asesinados porque, justamente, eran “extraños” a la nueva cultura que se estaba consolidando. Y lo mismo podríamos decir de las largas décadas de gobierno del PRI en México o del Frente Popular en la España del ´36. Sin embargo, se trataba de una extraneidad ficticia, fabricada por los ideólogos y de la que, si bien muchos participaban, conocían el weltanschauung del católico al que estaban persiguiendo. Lo católico no les era propiamente extraño.
Creo yo que en Europa, luego de la Segunda Guerra, la extreneidad del mundo frente al ethos católico o cristiano comenzó a ser, poco a poco, auténtico. Cuando a comienzo de los ´90 comencé a viajar, percibía -de un modo pre-racional quizás-, una sensación de tierra devastada. Había pasado sobre Europa una inmensa topadora, y se había llevado todo. No quedaba nada. Y para lo que surgía, la cultura cristiana era ya propiamente extraña.
En Argentina, sin embargo, no era así. No es que nosotros fuésemos un país católico o la nación privilegiada amada por la Virgen, como sostenía (¿aún sostiene?) la leyenda rosa nacionalista, pero es verdad que había un sustrato si no positivamente católico, al menos de “antiguo orden” que conservaba numerosos ingredientes cristianos. Cuando el proclamado por las multitudes Raúl Alfonsín Magno, destapó el país, el progresismo comenzó a considerarnos extraños, y los que se subían al tren progre, los imitaban. Pero era una extraneidad ficticia. La mayoría, sino todos, de los nuevos líderes provenían de colegios católicos y de familias católicas. Para nadie, en los ´80, el ethos cristiano argentino era extraño.
Pero ahora, dos décadas más tarde, la cosa ha cambiado. Las palabras de la Gil expresan, me parece, una extraneidad auténtica. No es ideología –más allá que la haya-, sino sinceridad. Somos extraños. No nos entienden.
La cosa no sería tan grave si la incomprensión se tradujera en indiferencia. Pero no parece que sea el caso. Las palabras de la reseña -me parece a mí-, expresan odio y con él, la necesidad de desprenderse de un cuerpo extraño. Pareciera que el paratexto está diciendo: “Es intolerable que aún existan personajes de este tipo. Deben desaparecer”.
Ya está más cerca la guerra al bicho verde.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Votemos al mejor


De parte del Jacobita. Excelente!
Un fragmento de “Madrid, de Corte a checa”, de Agustín de Foxá.
“La habían sacado del convento para votar; iba vestida de señora con esa dejadez de la gente religiosa cuando abandona los hábitos. Una falda larga, grandes zapatos, cuello emballenado y una blusa ancha de color indefinible.
Sor Angustias no comprendía nada de todo aquello; decía con asombro: - Sólo he salido dos veces del convento. La primera en Barcelona, cuando las masas de Lerroux asaltaban los claustros. La segunda ahora, para votar a favor de Lerroux. Era todo un síntoma de la política española. Teresa le gastaba bromas. - Está usted muy elegante; va usted a hacer conquistas. - Quita, hija, valiente adefesio; se me nota enseguida que soy monja; si no, la prueba. Y señalaba un trozo de esparadrapo que le cubría la sien derecha. Las habían apaleado los de las juventudes socialistas al bajarse de un taxi en la plaza de Antón Martín. Ella se había defendido, débilmente, con un paraguas.
Aquellas elecciones habían abierto las más recónditas clausuras. Y salían monjas con ojos asombrados de desenterradas. Algunas habían entrado de mocitas, abandonando un Madrid de coches de caballos y sombreros de paja, la Reina Cristina, la Salve de Atocha, los barquilleros y el Café Suizo, y resucitaban a una ciudad hosca, de taxis y huelguistas con monos azules, y rascacielos. Aquello era, sin duda, el mundo, el primer enemigo del alma.
Y Sor Angustias evocaba sus lentos y suavísimos años entre celosías y yesos, preparando dulces, almíbares, entre rezos y bordados y los higos jugosos de la huerta picoteados golosamente por los gorriones. En torno de los viejos muros se había transformado la ciudad. Habían variado los carteles pegados al convento cerrado. “Votad a las derechas o a las izquierdas”, “Maura sí o Maura no”, “Viva el rey o viva la república”. Habían asesinado a Canalejas y a Dato, y pasado el ataúd de Primo de Rivera por los jardinillos de las afueras y ya el rey no estaba en su palacio. Habían pasado los coches de caballos, y los primeros autos con cadenas, y luego los modernos, y las mujeres del barrio perdían la fe y ya no llevaban la vela rizada a San Antonio y cuando sus hijos tenían anginas llamaban al médico de la Casa de Socorro y no colgaban del altar de San Blas la rosquilla de cera que simbolizaba una garganta, y se secaban, sin reponerlas, las palmas y los ramitos de tomillo del Domingo de Ramos, y los obreros, que ya no vendían el colchón para ir a los toros, ni se divertían en los columpios el día de San Cayetano, se hacían de los sindicatos y asesinaban en las esquinas, y el socialismo penetraba en las buhardillas y en los barrios, apagaba los farolillos de las verbenas, quitaba el patrón de la imprenta y ya no subían el día de San Antón con los burros y las mulas enjaezadas para la bendición de la cebada, porque iban a la fábrica en bicicleta.
Y ellas continuaban aisladas, dormidas en otro siglo, rezando maitines, poniendo rosas en el mes de María y vistiendo maternalmente, a falta de hijo propio, al Niño Jesús con bordados y lentejuelas.
Y de pronto las elecciones las habían arrancado de aquellos siglos. Sonaba la voz del confesor en el teléfono de la portería. - Si, señor vicario, perfectamente, presente mis respetos a su ilustrísima. Y se fue por aquel mundo de frescas penumbras, celosías y olor a velas apagadas a buscar a la madre superiora. Deslizábanse blancas, pálidas, silenciosas, las hermanas entre las tumbas de alabastro de las infantas fundadoras. - Madre Teresa, perdóneme vuestra caridad, telefonean del obispado que tienen que votar las hermanas. Mañana mandarán unos autos a recogerlas. Añadía para tranquilizarlas: - Irán protegidas por los jóvenes de Acción Popular. Aquello anonadó al convento. Las familias amigas les enviaban trajes seglares, faldas, blusas, viejos sombreros con plumas disecadas. Salían muchas a la calle después de treinta o cuarenta años de clausura. Veían las luces de los escaparates, de los cines, sus ojos acostumbrados a la luz de aceite del sagrario; escuchaban ruidos, bocinas y frenazos sus oídos, habituados a la dulzura de los salmos. Las recibían con odio; en algunos barrios las apedrearon. - Dale a esa tía “carca” que se traga a los santos. Veían carteles horribles; escobas que barrían a frailes y a monjas entre cucarachas y sapos, y gordos obispos golpeando con un Cristo a obreros encadenados. Resumía sor Angustias suspirando: - Estoy deseando volver a mi celda. La atajaba, protector, don Carlos. - Hasta que esté usted mejor de su herida y haya un gobierno fuerte, usted no se mueve de esta casa."
Seguía sonando la radio. En los intervalos de música de baile se oía cada diez minutos la voz del señor Rico-Avello: - Todavía no se tienen noticias precisas. Faltan muchos datos para formarse una idea concreta. El orden es absoluto en toda España. Arrebatada, entró Teresita en el comedor. - ¡Noticias! Acabo de telefonear con una sobrina de Martínez de Velasco. Hemos triunfado en toda España. Levantóse don Carlos. - ¡Alabado sea Dios! Doña Rosa solicitó un padrenuestro de acción de gracias. Subió alborozado el padre Anselmo del archivo, confirmando la noticia. Aduladores, los criados felicitaban a los señores. - De modo, señor conde, que hemos ganado. - Sí, Francisco. Y el viejo criado ponía cara de falsa alegría, porque en realidad él había votado a las izquierdas. No cesaba el teléfono. Jubilosa la burguesía de Madrid, se daba parabienes y esbozaban proyectos risueños. Telefoneaban los Cereceda, los Casapuente y María Aguilares. Todos iban más allá de la realidad. - Vaya, se acabó la revolución. - Ahora tenemos gobierno para treinta años. Se exaltaba don Carlos. - Dentro de dos meses tenemos al rey en Madrid. Y pensaba en su traje de mayordomo, amortajado entre naftalina. Más ruidosa era la alegría en el palacio de la duquesa de Anaya. El viejo duque brindó por Gil Robles, salvador de España y futuro regente del reino. Pensaba en sus dehesas de Extremadura salvadas de la reforma agraria. Pero se limitó a decir: - La religión se ha salvado”.

Foxá escribe sobre las elecciones de 1933 en España, en las que ganaron los partidos de derecha. No sirvió de mucho, porque en 1936 estalló la guerra civil, en la que los rojos asesinaron a 4.184 sacerdotes del clero secular y seminaristas, 2.365 religiosos y 283 religiosas. (La persecución religiosa en España, A. Montero, BAC). Además de a decenas de miles de seglares Católicos. Moraleja, para Anónimo que no sabe a quien votar y Católico práctico: no voten, recen.

lunes, 16 de mayo de 2011

Los católicos de Tanzania y algo más



Se acabaron -espero que sólo por ahora-, los reportajes de Tollers y, en el medio, quedaron varias cuestiones, sugerencias y preguntas sin discutir. Veamos algunas.
Me llamó la atención el elemental argumento de Javier que se pregunta en que podía interesar a los católicos de Tanzania o de Papua lo que se discutía en este blog católico. Un argumento análogo a cuestionar las riquezas del Vaticano en un mundo con tantos pobres.
Quizás por la misma razón de que se trata de una objeción básica, no resulte siempre fácil de responder, y no por falta de premisas sino por la abundancia de ellas. En  primer lugar, como ya alguien afirmó, lo que importa o debería importar a todo católico, es la gloria de Dios y, en su búsqueda, nuestro propio proceso de deificación, o “llegar a la estatura del Hombre perfecto”, que dice San Pablo. Es decir, la diferencia de intereses entre católicos deberían ser secundarias y debidas a sus particulares condiciones culturales, porque hay un fundamento común o búsqueda común.
Pero, ¿cuáles son los intereses que persigue este blog? Creo que, tanto yo como los amigos que colaboran, no hacemos más que dar testimonio de aquello que hemos visto. Casi como un eco del texto de Juan, cuando dice: “yo vi, y por eso doy testimonio”. Damos testimonio de lo que vemos, y lo que vemos está enmarcado por el casillero que el espacio y el tiempo nos han designado. Y lo que yo veo en mi realidad de católico argentino, aquí y ahora, es, necesariamente, distinto a lo que ve aquí y ahora un católico que vive en Tanzania.
Por otro lado, me pregunto qué habrían respondido los dominicos de la universidad de París en el siglo XIII, o los jesuitas en la universidad de córdoba en el siglo XVIII si Javier les hubiese hecho la misma pregunta, enfrascados como estaban en sus disputas escolásticas, tan carentes de interés -estimo-, como las entradas de este blog para una mentalidad básica como la de nuestro objetor.

En estas últimas semanas escribió también un desorientado que no sabía a quién votar, preguntándonos consejo al respecto. Yo creo que no se puede votar por ninguno o, incluso, no hay que votar. Según nuestro amigo lector, el criterio debería ser elegir candidatos de aquellos partidos que no promuevan el aborto. Demasiado básico y estrecho me parece el criterio. Sería, por ejemplo, la actitud que promovería el Opus Dei, con su afán contemporizador y de adaptación a los principios del mundo aunque, momentáneamente, rechace sus últimas conclusiones. Por eso que impulsaba a Negre de Alonso a permanecer en el senado a fin de evitar que se voten leyes injustas. Y así les fue.
El principio de que a unos pocos -¡pobrecitos ellos!- les toca ensuciarse las manos para el b ien de la mayoría, manteniendo siempre limpia la cabeza, es falso. El fango no tarda en ensuciarlos. ¿O es que alguien que se proclama católico puede compartir fórmula con Kristina, como denuncia un lector mendocino? Un eventual y siempre dudoso bien mayor de ninguna manera puede anular la conciencia personal. Y cuidado, no sea que el que pone la cara y el nombre desee, efectivamente, alcanzar un bien mayor, pero los zumbones de su entorno no persigan más que prebendas y cargos públicos que les asegure por un tiempo, buenos ingresos y buenos contactos con poco esfuerzo, todo bien adobado, por cierto, con el condimento del recurrente ad majorem Dei gloriam.
Me dirá alguno que el Papa acaba de pedir a los católicos se comprometan con la política. Y respondo: quizás así debe ser y pueda ser en Italia, que es donde lo dijo. Pero si Su Santidad lo decía para todos los católicos, humildemente digo que no estoy de acuerdo. ¿No habrá sido suficiente, acaso, la experiencia de la DC? Así terminó el católico ejemplar y amigo de romanos pontífices Giulio Andreotti, y así terminaron sus diputados votando a favor del aborto. Pero de este tema, ya hemos hablado harto.

viernes, 13 de mayo de 2011

"Un mundo de solos en lucha contra todos los demás"


Entrevista de Jack Tollers al Anónimo Normando (y III)

Tollers:       ¿Alguna vez pensó en hacerse cura? ¿Y qué pasó? Después de tantos años de casado, ¿qué piensa sobre el matrimonio?
El Anónimo: Por cierto que pensé ―ojo, pensé, consideré― lo de hacerme cura. Creo que todos mis amigos de entonces en algún momento lo consideraron: la “primavera de la Iglesia ” despuntaba con bizarros bríos, y creíamos ―con razón― que en semejante desquicio ahí estaba la primera línea de batalla, donde se decidiría la guerra; además aparecían algunos curas admirables. Pero con tranquilidad y buenos y prudentes consejos me di cuenta que no era mi lugar.
En cuanto al matrimonio… Algo que agradezco a la Providencia es no haber tenido que hablar nunca en cursos prematrimoniales ni nada de eso. No es un tema que me guste ventilar. Por cierto recato. “Es un gran misterio”… y es un sacramento. Maravilloso, sin duda. Chesterton lo dijo de un modo insuperable. A él me remito, pues.

Tollers:       Quizás quiera extenderse un poco más sobre el valor de la amistad… o de la “camaradería” que decíamos ayer…         
El Anónimo: Regalo finísimo de Dios, la amistad, que solemos echar a los puercos con gran liviandad. Claro, la culpa es siempre de los otros…
Para no defraudar a los anglófobos, diría que el mejor ensayo contemporáneo sobre la amistad que leí es el de C. S. Lewis en “Los Cuatro Amores”. Y como ejemplos vitales de grandes amigos, Chesterton y Newman. Como diría de cada uno de ellos Jorge Manrique en sus coplas, “¡Qué amigo de sus amigos!”. Ahora bien: el Enemigo, que debe odiar la amistad sin poder entenderla, se apura con la cizaña: véanse los desencuentros entre Lewis y Tolkien, por ejemplo. Para no hablar de los franceses de entreguerra…
Los camaradas, decíamos… Aníbal D’Angelo nos decía una vez que en el mundo moderno no hay camaradas, ni menos amigos, porque lo que cuenta son las “relaciones”, los contactos. Me conviene acercarme a los poderosos, o acceder a determinados grupos, aunque me recontraembolen, siendo que la amistad es el reino de la gratuidad, como lo pone redondamente Castellani en su célebre y concisa fábula. Con mis amigos estoy contento, libre, suelto, confiado…
Algo intuye Dolina cuando dice que los verdaderos amigos son los de la adolescencia, cuando aún no predominan las urgencias de la trepada. Los viejos amigos. Y es genial su explicación de los amigos que encontramos de grandes: son viejos amigos que todavía no conocíamos…

Tollers:       En alguno de sus libros, Castellani, interpretando el texto apocalíptico que anuncia un “enfriamiento de la caridad”, dice que lo que allí se señala es una ruptura de los vínculos, como si anticipara un mundo donde la amistad, el matrimonio y toda forma de sociedad fueran imposibles, o casi… no sé qué piensa usted.
El Anónimo: Como suele ocurrir, Castellani da en el clavo. Si uno ve lo que pasa, se da cuenta que percibió lo que en su momento no era evidente. Es más, parecía impensable, de ciencia ficción. Pero es tal cual: se enfrió la caridad, y los lazos entre las personas se vuelven imposibles. Así con las amistades, como ya decíamos. Y con la familia, ni hablar.
Es paradójico que una izquierda culturalmente triunfante y omnipresente haya producido de hecho un individualismo que no hubiera podido imaginar el más afiebrado manchesteriano del siglo XIX. Los intelectuales progres, a los que no se les cae la solidaridad de la boca, son en general verdaderas mónadas, cuyos “proyectos de vida” no implican más allá de inestables “parejas”. Paradójico, pero no contradictorio. Vivir solo, sin lazos, hasta lograr un geriátrico lo más confortable posible.
Y es revelador el éxito de los bodrios del género “Gran Hermano”, donde una situación de un grupo aislado se vuelve una competencia feroz en el que no hay que profundizar los lazos sino al contrario: todos rivales, hasta que sobreviva el más apto.
Un mundo de solos en lucha contra todos los demás. Y se multiplican los lazos artificiales: Internet, Facebook, etc. La ciudad del Hombre. El infierno, en fin.

Tollers:       Y hablando de los progres. Es raro ¿no? Porque su “progreso” implica por fuerza una entropía: están en contra de la procreación, a favor del putinomio, etcétera… y ni siquiera han querido tener hijos. Y así en todos los órdenes. Por ejemplo, en la Iglesia, no han “progresado” nada: no han hecho sino quitar cosas (los estudios serios, el decoro en materia litúrgica, el sentido mistérico de las cosas, la reverencia y la trascendencia de las cosas aparentemente más pequeñas, las cuatro últimas cosas, las nociones de pecado, de penitencia, de Parusía). No han tenido hijos tampoco, se han hecho conservadores de “la Primavera de la Iglesia” (siguen cantando la “Zamba del grano de trigo”)  y simultáneamente han dejado las peores cosas que ya había antes: el clericalismo, el racionalismo exegético, el voluntarismo, la devotio moderna e vía dicendo. Y tanto han “progresado” que a fe mía ya no tienen qué hacer. ¿Usted cree que se acabó ese ciclo y que asistimos al nacimiento de un fenómeno nuevo, quizá peor, como si dijéramos, un correlato de la posmodernidad en la Iglesia?
El Anónimo: Es cierto que el progresismo cristiano, en lo que tiene de peor, como todo parásito, vive del organismo que debilita. Y ya queda poca cosa que vampirizar, hablando en términos humanos, ojo. En los ´60-70 tenía una clientela cautiva que, en buena medida por obra de ellos, emigró a otros mercados en busca de emociones más fuertes. Y las novedades de antaño son patéticas hogaño. La imbecilidad en la liturgia del “ustedes”, etc., es abismal: como si de veras significara algo para alguien, salvo para el grupo de autistas que la promueven.
Y claro: ese progresismo era un fenómeno “moderno”, un “gran relato”. Y ahora tenemos la coexistencia postmoderna de multitud de “pequeños relatos” que no pueden confluir en la unidad. Bouyer vio muy bien que lo peor del progresismo sería el engendrar reacciones de mala calidad que ocuparían el vacío “eclesial”, volviendo al clericalismo, al voluntarismo, etc., exacerbados.
O sea que los progres no avanzan, por cierto, hacia ningún lugar que valga la pena, ni los cristianos ni los modernos secularistas. Y en la Iglesia aparecen sectas con todos los rasgos que se han visto en la historia. Cuando quiero saber las últimas noticias leo “Enthusiasm” de Knox, y ahí los tenemos a todos: jansenistas, donatistas, cuáqueros, y hasta quietistas. Y muchísimos boludos alegres.
¿Y frente a esto? Fe, esperanza, caridad y paciencia. Y mucha compasión.




Not guilty!

BLOGGER estuvo veinticuatro horas fuera de servicio. Estimo que, debido a eso, se han perdido varios comentarios.
No soy culpable, ni tampoco he censurado.

miércoles, 11 de mayo de 2011

"En todos nosotros se agazapa un inquisidor frustrado"



 Entrevista de Jack Tollers al Anónimo Normando (II)

Tollers:              ¿Cómo nació su afición a las letras? Algunos dirían que es contraria a la experiencia “chestertoniana” que describe… como si hubiese oposición entre las letras y la realidad. Borges, sin ir más lejos…
El Anónimo:         De muy chico me gustó leer. Y las lecturas me iluminaban la realidad, no la sustituían. En la primera juventud leí un poco menos que en la niñez, y que después. A los 16 años, más o menos, retomé, y leía aluvionalmente de todo; un amigo me cuestionó ese desorden, y le contesté con un lugar común bastante grasa: “El saber no ocupa lugar”. Lo que me dijo entonces me descalabró: “Ocupa lugar en el tiempo”. Y tenía toda la razón.
Como en todas las cosas, la calidad importa más que la cantidad. Recuerdo la impresión que me produjo leer a Chesterton a los 14 años, como algo “distinto”. Y así con otros autores. También recuerdo el tedio que resultaba de tanto libro prescindible. Claro, ahora los veo como prescindibles. Salvo como síntomas de la patología cultural reinante. Pero uno no puede vivir coleccionando síntomas. Con los años uno relee más de lo que lee. Qué le vamos a hacer.
Las buenas letras nacen de y vuelven a la realidad. A la realidad en lo que tiene de más profundo. Borges, precisamente, a pesar de las volteretas y los jugueteos, en cuanto tiene de mejor nos muestra la realidad. Un tipo de buen gusto y buenas lecturas, básicamente. Claro que la tilinguería que lo rodeaba le festejaba otra cosa, por lo común.

Tollers:              ¿Cómo le dio por estudiar letras, así, para adoptarlas como profesión? ¿Nadie le objetó semejante elección? ¿No le daba miedo el sustento al que habría que proveer en el futuro?
El Anónimo:         Me pareció que era lo que más me gustaba, y que allí había dos cosas: un campo para el apostolado (en esos años de fervor militante) y también que allí se libraba una de las grandes batallas de la guerra cultural. Bastante ingenuo todo, pero no mal apuntado, a grandes trazos.
Por supuesto que me objetaron, con razones muy atendibles. Pero fue una elección con toda conciencia. Ciertamente correría la coneja: eso lo veía con absoluta claridad. Pero haría lo que más me gustaba.
El flaco Montiel decía que uno se da cuenta si está en su vocación cuando no ve un límite demasiado preciso o abrupto entre lo que es estrictamente trabajo y lo que es placentero. Creo que es una regla práctica fantástica en su sencillez.
Y casi al final del camino, creo que fue un acierto. Con todas las inmundicias que hay sobre todo hoy en esta actividad. Pero en las demás también, me parece. Y las cosas se valoran en su plenitud, no en su corrupción.

Tollers:              San Juan de la Cruz decía que un solo pensamiento de hombre vale más que el universo mundo. Pero muchas veces me pregunto si no será una exageración andaluza…
El Anónimo:         Sugestivo texto. ¿Andaluzada? Sin embargo suena bien. Claro que habría que ver el contexto, cosa que no puedo hacer ahora por haber prestado mi tomo de la BAC. Así nomás, a lo bruto, pareciera referir a que lo fundamental se resuelve en esas opciones últimas que se definen en el corazón (en el sentido tradicional, no el sentimentaloide moderno). Vale decir que Dios ve nuestros pensamientos, y que eso es más importante que todo lo demás. Da un poco de miedo...

Tollers:              Sé que le gusta la poesía, que sabe mucho de eso y que incluso ha escrito unos cuantos versos, pero… bueno, la pregunta es un poco prosaica, pero ¿no es usted un poeta?
El Anónimo:         No, por cierto. Salvo únicamente en el sentido incoado, potencial, en que lo es todo hombre. “De médico, poeta y loco, todos tenemos un poco”, dice el refrán, y es verdad.
Pero el poeta en sentido estricto tiene el habitus, el hábito, que inhiere tan profundamente que llega ser en él algo así como una segunda naturaleza. Una disposición a obrar de determinado modo cuasi espontáneamente. Y así es que todos en general, si estamos más o menos sanos y enteros, nos conmovemos frente a paisajes, situaciones, etc. Pero el artista tiene el hábito de poder expresar esa conmoción plasmándola en una materia: así el pintor en líneas y colores, el músico en sonidos, el escultor en volúmenes, etc. Y el poeta en palabras.
¿Y los que no tenemos ese hábito? Pues nos sentimos expresados por el poeta, que habla por nosotros. Nos reconocemos en sus versos: dicen lo que nosotros intuimos pero no podemos poner afuera, comunicar de un modo tan acabado. Eso no quiere decir que alguna vez (pero suele ser excepcional) no probemos algunas líneas. Porque todos, como tan bien dice Tolkien, somos imagen de Dios, y Dios es creador. No podemos menos que reflejarlo de algún modo, todo lo débil y lejano que se quiera. Y el que se dedica a las letras debe reconocer que su papel es el de mostrar, iluminar, ex–plicar (que quiere decir algo así como “des-plegar” un papel doblado) si cabe, remover los obstáculos, para permitir que la obra brille plenamente. Y luego debe desaparecer.

Tollers:              Sí. Lo que parece que está desapareciendo en el mundo cristiano es la vera poesía, y, para el caso, el arte todo (con excepción, quizá, de la música, que aún se componen cosas de algún valor). Y claro, esto parece consonar con la pérdida de la fe ―como que el subcreador no puede crear si se desvincula del Creador (caído de Dios, te caerás de ti mismo). Con todo, el mundo clásico produjo las más grandes obras de artes y ni siquiera creían en la existencia de un Creador…
El Anónimo:         Amigo Tollers: hay varias cosas por allí, me parece. Lo que es de cajón es que un mundo post-cristiano, apóstata, que va en bajada, es peor que un mundo pagano, que va en bajada en cuanto pagano pero en subida respecto de una expectación mesiánica. Y la apostasía no tiene remedio en sí misma, puesto que de lo que apostata es del remedio, precisamente.
Por otro lado no hay una ecuación simple y directa: si tengo fe hago mejor poesía. Desde el hombre hay cosas que no se ven, las más importantes y profundas. Lo que sí se comprueba con relativa facilidad es que una cultura degenerada se expresa necesariamente en un arte degenerado, y al revés, por supuesto. Pero no es automático en cada caso particular. El hombre caído no tiene naturaleza deleta (destruída), como decía Lutero, sino herida (vulnerata). No pierde los dones naturales, ni la pulsión a sub-crear, ni la aspiración al ser, etc. Todo se tuerce y se ensucia. Por supuesto que hay un momento en que esa torcedura es tan violenta que llega al quiebre. Pero está, como dice Castellani, la media cizaña, el cuarto de  cizaña, etc. En fin, uno puede hacer mapas de trazo grueso, pero no confundirlos con una realidad a la que nuestro conocimiento, si bien llega, no la agota.

Tollers:              … y con todo, Lewis dice que cuando finalmente contemplemos el rostro de Dios sabremos que siempre lo habíamos conocido.
El Anónimo:         La reminiscencia platónica, y todo eso... es algo serio, que hay que entender bien. Lo que más me acuerdo de Lewis es en Screwtape cuando a los ángeles, en la hora de la muerte, el "paciente" no les pregunta quiénes son, sino que les dice algo así como "¡Así que eran ustedes!" Fabuloso. A Dios no lo conocemos ahora más que en sus efectos, que no es poco. Lewis también: las cosas dicen "aquí está Dios" y al mismo tiempo "no somos Dios". La nostalgia, la añoranza... "nos hiciste para Ti" (San Agustín). Ahí está todo.

Tollers:              A Ud. y a algunos de sus amigos los han acusado de anglófilos, y sus citas de Lewis me trajeron a la memoria el cargo… ¿qué contesta a eso, usted, católico formado en la tradición contrarreformista española?
El Anónimo:         En su pregunta se encierran varios temas entrelazados, que podemos reducir a tres (omne trinun perfectum), a saber, lo de las “acusaciones”, lo de mi anglofilia y yo, católico, como dice usted, formado en la tradición contrarreformista española. ¿Y bien? En cuanto a mis acusadores, diría que siempre hubo “energía botonal”; en todos nosotros se agazapa un inquisidor frustrado, que es la corrupción de la actitud alerta en defensa de la verdad. Pero con la “primavera de la Iglesia” y el despelote omnipresente, por reacción se agravó, como llamas en un pajar seco, este síndrome en el palo tradi, en mucha gente corta de luces, que no quiere saber nada de “cosas raras” y se ufana de certezas, ¡ay!, muchas veces racionalistas paradójicamente mixturadas con devociones privadas que rozan la superstición. Estos denuncian y se encocoran, lanzan anatemas y excomuniones sin efecto alguno, y desahogan su mal humor. Paciencia con ellos, pues, mis acusadores. 
En cuanto a mi anglofilia, debo decir que, curiosamente, de chico era yo parcialmente anglófobo, por mis sesudas lecturas de… Emilio Salgari. Los ingleses habían desposeído a Sandokán del reino de su padre, etc. En fin. Y algo había: la corrupción de Inglaterra provocó males sin cuento. Pero donde abunda el pecado sobreabunda la gracia. Y descubrí la Inglaterra católica, y mártir. Es cierto que todos tenemos por temperamento, o vaya a saber por qué, afinidades con determinadas culturas o sensibilidades con las que sintonizamos. Lo que no significa denostar lo otro. Pero somos seres finitos. Y caí en la cuenta que la cultura inglesa  me resultaba acogedora y simpática, y su literatura me era connatural. De modo que los autores ingleses fueron el camino que me tocó para descubrir infinitos bienes. Empecé por Chesterton. Y después di, por Pieper, con Lewis. Y por Lewis a Tolkien. Y por amigos a Evelyn Waugh. Y por Waugh a Ronnie Knox. Y a Newman… E via dicendo… Y Castellani me empujaba siempre. Y uno cuando contempla y goza, lo quiere comunicar. Nunca le agradeceré a Dios lo bastante haber puesto en mis manos esos libros. Es uno de los caminos más amplios por donde me llegaron los reflejos que puedo percibir del amor de Dios. Y no me cierran ningún otro. Al contrario. La verdad y el bien se despliegan en senderos convergentes. 
Y esto nos lleva a su referencia a la tradición contrarreformista española: confluyen todas las tradiciones particulares en la cumbre de la unidad. Cada una con sus talantes y sabores propios, y con sus riesgos y deformaciones inherentes. Pero en lo mejor que tienen no se oponen, sino que se enriquecen y potencian mutuamente. Claro que el demonio intentará volver enemigo lo que es complementario. Como ocurre con el hombre y la mujer, según el feminismo. Pero está en nosotros pedirle a Dios que eso no ocurra, que nos proteja y nos ilumine, para que no despreciemos torpemente sus dones. Como dice tan bien Lewis: todo camino hacia Jerusalén es un camino desde Jerusalén. Depende el sentido en que lo recorramos.

Tollers:              Sí, pero parece claro que no resulta nada fácil encontrar terreno común, digamos por caso, entre Garcilaso y Gerard Manley Hopkins, San Juan de la Cruz y Chesterton, o Newman y San Ignacio de Loyola…           
El Anónimo:         Esto tiene que ver con la cuestión de lo uno y lo múltiple, lo infinito y lo finito. La diversidad es una gran cosa, porque expresa la inimaginable riqueza de la creación. Lo infinito se refleja, se refracta en lo finito con fecunda abundancia. Pero en lo alto, o en la raíz, hay convergencia. La fuente es la misma, y no puede agotarse en ninguna cosa creada. 
Nuestra capacidad es limitada, pues somos finitos. Y además, está herida, estropeada por el pecado original, y por el demonio que con gran habilidad y astucia nos distrae y hace que contrapongamos y enfrentemos los destellos particulares, para que no gocemos con la remisión a la fuente y nos jodamos, y la realidad se nos aparezca como un caos, cuya única clave sería la visión necesariamente  estrecha que nos propone la secta en la que nos refugiamos, donde anida un jirón de verdad enloquecido, desmadrado, hipertrófico. 
Claro, entonces ni Garcilaso ni Hopkins pueden agotar la poesía: confluyen. Como San Juan de la Cruz y Chesterton, que sin duda se reconocen en el cielo, y aun como San Ignacio y Newman, que atisban la Verdad y comunican lo que ven, desde distintas perspectivas, digamos, con ángulos determinados. En todo se refleja Dios, y nada agota a Dios. Es como en la música: ¿nos pueden gustar Bach y el Chango Spaciuk, el gregoriano y el tango? Son cosas distintas, felizmente. Pero señalan en la misma dirección.
Entiendo que la pregunta apunta sobre todo a un paralelo entre la España del XVI y la Inglaterra del XIX-XX. Y en los dos ámbitos encontraremos “norma y enormidad”, al decir de Ortega. Todo lo finito se puede torcer, de todo podemos abusar. Los “anglófilos”, como Ud. dice, podemos ponernos densos y exclusivistas, supongo, tanto como los gallegófilos barrocoides o los francófilos jansenistones, o los neorrasputines, o los gauchudos de asadito y poncho, etc.etc. Pero no por eso tiraremos a la basura a Belloc, Santa Teresa, Peguy, Volkof, Castellani. No sé si me explico...

lunes, 9 de mayo de 2011

"Debemos escapar del boludario"


Entrevista de Jack Tollers al Anónimo Normando (I)

Personaje esquivo, resultó difícil, pero finalmente El Anónimo Normando accedió a esta entrevista, después de haber establecido claramente las condiciones: mate, parque y silencio. Así fue que concertamos la cosa en un espléndido jardín donde la charla se desarrolló con natural fluidez. Y sí, lo regamos todo con unos cuantos amargos.
 

Tollers:           ¿De dónde el pseudónimo?
El Anónimo:         Se trata más bien de un libro que de un personaje. Se conoce como “el Anónimo normando” (alrededor del 1100), escrito por un partidario del Imperio. El origen del seudónimo fue una especie de broma amable para el ignoto Wanderer, cuando vi que su nombre de correo era “Gibelino”. Se me ocurrió pensar que un gibelino iba a reconocer inmediatamente el título de uno de los textos fundacionales de esa corriente. Sacralidad del rey, etc., y tiene hoy, para algún avisado, una cierta carga de anticlericalismo. Un poco rebuscado, dirá Ud. Pero si uno no puede hacer esos chistes en Wanderer…

Tollers:            Usted siempre fue firme defensor del buen humor, pero viendo lo que ocurre a nuestro alrededor… ¿es tan importante?
El Anónimo:         Precisamente por lo que ocurre a nuestro alrededor es decisivo mantener vivo el buen humor. El pecado reinante en nuestro tiempo es la acedia, la mala tristeza. Es bueno que nos entristezca el mal presente, pero en su justa medida y en cuanto no nos impida obrar el bien, dice Santo Tomás. La acedia no nos deja percibir el bien divino como bien, y nos quita el gozo de la caridad. El Enemigo se goza en nuestra pena. Y nos quiere amargos, fríos, quejumbrosos, embolantes, en fin. Claro que la constante risita estúpida, la mueca grotesca del gracioso profesional, el bomológico, es insoportable. Pero eso también sale de una raíz acédica. Es la otra cara de la moneda.

Buen humor, entonces. Reírse en primer lugar de uno mismo, como recomienda Chesterton, lo que requiere una cuota de humildad. No tomarnos demasiado en serio, no infatuarnos. Eso nos ubica y nos da paz (la tranquilidad en el orden). El humor es síntoma de sensatez y equilibrio. Los figurones, los del “ceño vanamente severo” que dice Fray Luis, los patéticos inquisidores frustrados, los chupacirios… ¡Fuera, bicho!

Tollers:            ¿Chupacirios? Dicen que un santo triste es un triste santo… Pero están los otros, también, ¿no?, los boludos alegres.
El Anónimo:         Siempre Escilla y Caribdis, los virgilianos escollos más o menos simétricos. En cualquiera de los dos naufragamos. Ese es el drama de fondo. Y la única salida es mantener el rumbo, no elegir en cuál  estrellarnos. Debemos, en el más íntimo hondón del alma, negarnos a elegir, porque esa es la trampa del Diablo.

¿Macri o Kirchner? ¿Longobardi ó 678? ¿Ricardo Fort o Carta Abierta? Y así ad nauseam. Elija. Defínase.  

¿Los boludos alegres o los boludos tristes? Ningún boludo, que abundan como los hongos después de la lluvia. Ni Bergoglio ni… hay demasiados ejemplos. Pero pongamos un santurronazo agobiado de escapularios, flagelos, cilicios, estampitas, escrúpulos, devociones que se superponen y colisionan en el tiempo, manuales de moral decimonónicos, el limbo, los tocamientos, las miradillas, Harry Potter es diabólico, los sesenta granaderos, etc. etc. 

Parodias. Hay que releer una vez por año “Lo paródico” de Castellani.

Los boludos alegres: “Más allá…de mis miedos más allá… de mi in-se-guri-dá … quiero abrazarme a tu proyecto…” ¿Se puede concebir algo tan tonto, adocenado y feo? En el otro lado lo encontraremos sin mucho esfuerzo. Debemos escapar del boludario.

Tollers:            Contra malicia, milicia. ¿Y contra la estulticia? Risas seguramente, aunque la estulticia católica parece dominar los espíritus. En particular, pienso en nuestros obispos… en general tan poco inteligentes. Y ahora con un Papa que lo es, parecen más burros que nunca.
El Anónimo:         Hay varias cosas en esta pregunta. Bien elegida la palabra “estulticia”, que no es mera cortedad, sino una actitud del hombre todo, que en la Escritura aparece como propia del “necio” o el “loco” en mal sentido. Es un persistir en no querer ver, porque si veo pongo en peligro mi autocomplacencia y toda clase de ventajas mundanas.

En fin, cómo se combate: en uno mismo, asintiendo agradecido a la verdad. Y en el clima anticultural que nos envuelve, con humor, en primer lugar, que descubre el ridículo. Pero sobre todo, contra estulticia… paciencia, y mostrar lo verdadero, lo bueno y lo bello, que son lo mismo. Mostrarlo sin mostrarnos a nosotros mismos, desapareciendo para no obstruir. Como el Bautista: “Conviene que Él crezca y que yo disminuya”. Como Parsifal, el ‘primo del novio’, ‘el que se va bonitamente’. Eso es mejor que la crítica, necesaria por cierto, pero que no basta.  

Los mundiales de fútbol son ocasión para una epifanía de estulticia. Por ejemplo: “Debemos agradecer a los muchachos, que lo dieron todo”. Uno puede preguntar inocentemente: “¿Jugaron gratis, para nuestro solaz y esparcimiento?”. Pero las bubuzelas pueden más.  

No se destruye sino lo que se sustituye, creo que decía Mao. Sólo el esplendor de la verdad sacia el corazón del hombre. La estulticia lo seca.

Tollers:            En un reciente artículo suyo cita un episodio de las Crónicas de Narnia que se encuentra en “La silla de plata”. Me ha hecho particular impresión contemplar a Jill muerta de miedo ante un León que sólo la mira. Tanto miedo que casi, casi prefiere morir de sed, antes que acercarse a él. ¿Usted le tiene miedo a Dios?
El Anónimo:         Debería tenerle un poco más, pues es el  principio de la sabiduría. Temor reverencial y no servil, dicen los maestros, es el que hay que tener, por conciencia de la propia miseria.

Creo que Jill tiene nuestros miedos con un agregado: puesto que lo ve, experimenta lo que en inglés se significa por "awe"; y como nosotros, que no lo vemos, miedo de lo que nos puede pedir, más intuido que razonado; vergüenza, también. Y tenemos miedo del juicio, con toda razón.

Pero uno trata de considerar que Dios es "clemente y rico en misericordia". El pasaje del Hijo pródigo, que nos consuela tanto, nos da a veces más miedo de nuestra dureza de corazón. Uno a veces se ve más en papel del hijo mayor que en el que vuelve.

Tollers:            ¿Siempre fue religioso, siempre le interesó la religión, incluso de chico? ¿Nunca tuvo una crisis de fe?
El Anónimo:         Visto desde ahora, creo que siempre viví en la Iglesia como naturalmente. De chico en ambiente católico, pacíficamente, aunque no clerical. Nunca fui monaguillo ni nada de eso. Pero en la familia, y colegio de curas, en paz. A eso de los once y doce años, pasé por una experiencia que ahora llamaría chestertoniana: la realidad se me aparecía como maravillosa, totalmente “encantada”, inagotable y absolutamente atractiva. Con un amigo de entonces recordábamos esos días como nuestra “Belle Époque”. Y la fe infantil era un telón de fondo. Y cuando comenzaron los años adolescentes, llenos de cosas inquietantes, y muchas feas, encontré un cura que me convenció para siempre de lo que se me representa como un núcleo diamantino al cual no podía sino asentir, porque estaba cierto de que era verdad. Y nunca más dudé de eso, una especie de fundamento que no podía dejar de reconocer. De modo que no tuve estrictamente nunca una “crisis de fe”. Sí por cierto toda clase de perplejidades, incoherencias, angustias, oscuridades, etc., pero siempre estaban de mi parte, digamos. Las quiebras eran personales, pero aquellas certezas fundamentales no se conmovían.

Supongo que es una gracia inmerecida―como toda gracia, obviamente. Ahora me doy cuenta de lo que ese cura me regaló: la fe de la Iglesia, en la cual se insertaban armónicamente todas las otras certezas.

Esto no significa que no haya dolores, sufrimiento, pecado, miserias. Pero no puedo dejar de percibir todo eso como mío: las propias macanas se me aparecen como traiciones, y me llenan de vergüenza. Solo, en silencio, siempre sé cómo son las cosas en el fondo. Que obre en consecuencia es otro cantar. Que tenga “consolaciones” es otra cosa. Pero veo con toda claridad, aun en los momentos más negros –que son innumerables― que la fe es la verdad. Como ve, es bastante poco interesante. Pero es así, y si dijera otra cosa, mentiría a sabiendas.

domingo, 8 de mayo de 2011

Juan Pablo II "siempre quería algo más" en innovación litúrgica


Mons. Piero Marini, el maestro de ceremonias del papa Wojtila, ha salido a responder con un libro a todos los neocons que aseguraban que al papa polaco le disgustaban los experimentos litúrgicos que le curia romana le imponía. No solamente los aprobaba sino que siempre quería "qualcosa di più".
Ecco l´informe:

Il famigerato ex cerimoniere di scuola bugninista Piero Marini ha scritto un libro dedicato al "papa amabile", Giovanni Paolo II. Il messaggio è che in materia liturgica il papa polacco era altrettanto spregiudicato ed audace del suo cerimoniere. Ora, lo scopo di Piero Marini è palese: "coprire" col prestigio che circonda l'idolatrato neobeato le innovazioni moderniste, oggi relativamente in disgrazia, chiamando in correità il defunto. L'interessata tesi del libro è quindi da prendere con un grano di sale. Ma nondimeno, in materia liturgica il ruolo di Giovanni Paolo II è stato innegabilmente tutto il contrario di esemplare, e ciò proprio in un'epoca in cui in tutto il mondo gli abusi e le assurdità sconciavano oltre l'immaginabile il poco rimasto della Liturgia Romana.

Enrico

Di Paolo Rodari

Nella curia romana di Karol Wojtyla monsignor Piero Marini non è stato semplicemente il maestro delle cerimonie pontificie. E’ stato il continuatore di una scuola che negli anni del post Concilio ha riformato al liturgia spingendola oltre i canoni e le regole dell’antica tradizione. In sostanza quanto iniziò il padre lazzarista Annibale Bugnini sotto Paolo VI, Marini continuò nell’era del Papa polacco.
Cercò a suo modo senza riuscire a non trascinarsi dietro una scia di feroci critiche mosse principalmente dall’area conservatrice della curia che vedeva nelle innovazioni “imposte” al Papa un tradimento della Tradizione.
Qui sta il punto. Piero Marini ha imposto la spettacolarizzazione della liturgia pontificia al suo protagonista principe, il Papa, oppure si è adeguato a un desiderio espresso dallo stesso capo della chiesa universale? A tre anni e mezzo dalle dimissioni da maestro delle cerimonie pontificie – al suo posto Benedetto XVI ha voluto un altro Marini, Guido, della nobile e rigorosa scuola siriana – è lo stesso monsignor Piero a prendere carta e penna e a scrivere in “Io sono un Papa amabile. Giovanni Paolo II”, un volume appena pubblicato per San Paolo e scritto assieme a Bruno Cescon, la sua versione dei fatti.
Marini dedica ampie pagine alla controversia che l’ha investito negli anni addietro fino a dire che le spinte in avanti delle liturgie papali erano volute da Wojtyla il quale, anzi, “avrebbe voluto qualcosa di più” nella strada che portava le sue celebrazioni a inglobare elementi appartenenti alle diverse culture del mondo ma estranei ai rigidi canoni romani. Questo, dice Marini, è stato Wojtyla: un Papa che ha spezzato la rigidità della liturgia romana introducendo nel suo recinto sacro nuove culture.
Ogni viaggio una nuova liturgia. Ogni viaggio i mugugni del seguito papale. E’ il 1991. A San Luis de Maranhao, in Brasile, il vescovo del luogo propone di introdurre nella messa papale una danza. Al momento del Vangelo escono due ballerine in abiti fini, forse di seta. Danzano. Il vento scompiglia i vestiti e scopre molte delle rispettive nudità.
In sagrestia i cardinali commentano: “Possibile che debbano accadere questi fatti?”. Dice Marini che così commentò il presidente dei vescovi brasiliani, Luciano Mendez de Almeida: “Ma io ho visto gli angeli della risurrezione”. E che più volte il Papa si girò dicendo: “Bello, bello”. Come a dire: il Papa sapeva delle novità e approvava. In molti mugugnavano. Tra questi, forse, anche Joseph Ratzinger che oggi, divenuto Papa ad altre liturgie sta abituando la sua chiesa.